verdades

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Liam

Advertencia de contenido: la siguiente versión contiene violencia física y lenguaje fuerte.

El cuarto está oscuro y exhala un frío que se mete por los huesos. Me encojo en un rincón, como si con cada centímetro de mi cuerpo pudiera reducirme hasta desaparecer. Las manos me tiemblan; mis dedos se aferran a la tela rasgada del pantalón como a una tabla en medio del océano. Los ojos, hinchados de tanto contener, se llenan de una humedad caliente: dos lágrimas —solo dos— se deslizan por mis mejillas y parecen anuncios de algo irreparable.

La puerta se abre y el miedo me aprieta el pecho con manos de hierro. Cuando veo a Andrés Morgan, todo el aire se vuelve denso, imposible de respirar. Su figura en la entrada tiene la calma de quien sabe que controla una tormenta. Escucho el roce de su ropa, el clic seco de sus botas contra el suelo, y cada sonido es una sentencia.

—Esto te pasa por ser un idiota —dice, y su voz no tiene espacio para piedad.

Antes de que pueda pensar, me toma del brazo con una fuerza fría, una cadena de costumbre que me vuelve pequeño. Me empuja hasta dejar mi frente rozando el piso y, con un método cruel, comienza a golpear mis pies. El dolor surge como lava: primero un latigazo de fuego que recorre los nervios, después otro, y otro, sin compasión. El ardor se instala en los pies y sube en lenguas hasta las piernas; cada impacto deja una marca que no solo se queda en la piel sino que huele a derrota.

—No volveré a intentar escapar —susurro, porque mi voz es lo único que necesito mantener cierta dignidad. Las palabras salen quebradas, una promesa diminuta contra la magnitud de lo que me pasa—. Lo juro.

Las lágrimas son saladas y honestas. Él las ve y no cambia el ritmo. Sigue, uno tras otro, hasta que sus brazos se cansan y la habitación queda en un silencio que pesa toneladas. Se aleja sin mirar atrás, como si cerrar la puerta sobre mí pudiera enterrar también la noche.

Me quedo en el suelo, temblando. El cuerpo me duele, pero lo peor es otra cosa: la certeza de que ninguna promesa mía tiene ya ningún valor. La esperanza se me escapa despacio, como un hilo que alguien corta sin miramientos. Solo puedo repetirme la misma pregunta, como si en ella hubiera una respuesta escondida: «¿Por qué yo?»

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«¿Por qué yo?»

Una luz me quema la vista y me obliga a abrir los ojos. Todo viene borroso: primero dos siluetas, luego, al enfocar, Ales y un hombre que no conozco. No veo nada más. Mis sentidos se disparan; cada sonido me devora. Ales me pone la mano en el hombro con la calma de quien quiere devolver el equilibrio al mundo. Es una mano que pretende anclarme, pero la inquietud sigue ahí, vibrando bajo la piel.

—Tranquilo, es el médico —dice, la voz de Ales intentado sonar firme.

Miro alrededor con el cerebro que pita de confusión. Estoy en mi habitación: el techo familiar, el olor metálico y seco en el aire, el latido de mi cabeza como un tambor. La pierna me grita; una punzada constante que sube y baja, un incendio que no se apaga.

—¿Dónde está Britdi? —pregunto. La voz sale ronca, rasposa, más grave de lo que debería. Me duele todo, pero me importa una mierda.

—Apenas llegó el médico, ella se fue —responde Ales.

Peligrosa atracción #2 [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora