EPÍLOGO

471 41 37
                                    

Seis meses habían pasado desde aquella noche en la que entendí que mi vida estaba aquí, junto a Elliot, y armé un desastre en el avión para que me dejaran bajar.

Seis meses de felicidad, de hermosos momentos juntos, de discusiones que siempre terminaban con un "lo siento" de parte de uno de los dos y olvidábamos con un encuentro de pasión en nuestra cama, seis meses de paseos, recorridos, música y encanto.

Después de regresar, le pedí a Elliot que me ayudará con el idioma, cosa que él no dudo ni un solo segundo en hacer. Todos los días, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, me hablaba en su francés y yo tenía que responderle o hacer todo lo posible por hacerlo. Ese había sido nuestro trato y él se lo tomaba muy en serio, sin embargo, gracias a su ayuda, ahora lo hablo un casi perfectamente y pude conseguir trabajo en la misma empresa donde trabajaba en Honduras, claro, gracias a la carta de recomendación de mi ahora ex jefe.

Todos los días iba acompañada de Elliot a mi oficina. Después de un casto beso él se iba a la universidad para impartir sus clases, y a las cuatro de la tarde, que era mi hora de salida, estaba esperándome para ir a casa, o al cine, a cenar o pasear por la ciudad.

Con mis padres hablaba dos o tres veces por semana. Ellos adoraban a Elliot por ser tan caballero y demostrar siempre lo mucho que me amaba y mi mamá no hacia otra cosa que presumir con sus amigas que su hija se había quedado con un artista francés y le encantaba decir algunas de las frases que mi amor le había enseñado para dejar a sus amistades con la boca abierta, demostrándoles que no era mentira lo que ella decía.

Ella estaba encantada con la llegada de Elliot a mi vida y seguían ahorrando para poder hacernos una visita, de igual forma, claro, nosotros también lo hacíamos para ayudarlos con los pasajes y darles una estadía como lo merecían.

También habíamos hecho nuevos amigos, uno que otro latino con los que nos divertíamos increíblemente y otros de la misma ciudad, algunos compañeros de trabajo míos y otros catedráticos de la universidad.

La forma en que logramos acoplar nuestras vidas fue simplemente perfecta, era como si hubiéramos sido creados para estar juntos ya que ninguno se vio afectado por el cambio de vivir juntos.

Durante todo este tiempo nos llegamos a conocer increíblemente bien. Nuestros gestos, miradas, movimientos, todo, absolutamente todo. Sabía cuando algo no le gustaba, conocía la forma en que cerraba los ojos y suspiraba cuando estaba a punto de perder la paciencia, la forma en que saboreaba sus labios cuando tenía ganas de mi y la forma en que miraba mi boca antes de besarme.

Descubrí que tenía la costumbre de apagar y encender la luz tres veces antes de acostarse, que si no estaba del lado derecho de la cama simplemente no dormía, que movía el pie para conciliar el sueño, que siempre comía con cuchillo y tenedor, a menos que fuera un pan baguette, que siempre le gustaba estar con la ropa nítidamente planchada, especialmente cuando iba a clases y su costumbre por hablar con su saxofón cuando lo limpiaba.

Su vista estaba recuperada al cien por ciento y ya podía manejar con total tranquilidad, pero a veces preferíamos caminar por aquellas calles que nos recordaban a los primeros días de nuestra relación.

Fue justo en uno de esos paseos que entramos a una crepería para disfrutar de un postre y un café, cuando la voz de una mujer nos llegó.

–¿Elliot? ¿E...eres tú?

Él volteó extrañado y su gesto cambio al asombro al encontrarse con una mujer en silla de ruedas frente a nosotros.

–Arlette- respondió luego poniéndose serio nuevamente.

"¿Qué? ¿Esta es la desgraciada que lo dejó? Pero ¿Qué hacia en esas condiciones?"

–Ha pasado mucho tiempo, veo que otra vez puedes ver. Me alegro por ti.

Je T'Aime, ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora