Tras su divorcio, Phillip solo quiere una vida tranquila: cuidar a su hijo, trabajar y mantenerse lejos de cualquier drama romántico.
Todo parecía ir de acuerdo al plan... hasta que apareció Daniel.
Lo que comienza como una amistad casual pronto se...
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Liam y yo caminábamos por la ciudad sin rumbo fijo, simplemente disfrutando de un pequeño paseo. Las calles estaban casi desiertas, cubiertas por ese silencio particular que cae cuando la mayoría de la gente prefiere resguardarse en el calor artificial del centro comercial.
Necesitaba salir. Respirar. Aunque fuera solo por un momento. Tenía la mente hecha un nudo por la inminente llamada que tendría con Heather. No podía dejar de pensar en lo que se venía y en todo lo que implica.
Y también... estaba el tema de Daniel...
—Papi —me llamó Liam, con ese tono suave que siempre logra arrastrarme de vuelta a tierra.
—¿Sí?
—¿Podemos ir al parque? Quiero ver el estanque con los patitos.
Sonreí, sin pensarlo demasiado.
—Claro.
Nos dirigimos hacia el parque, donde el silencio se hacía aún más palpable, solo interrumpido por el crujir de nuestras pisadas sobre la gravilla húmeda. Al llegar, Liam soltó mi mano y corrió directo hacia el estanque. Se arrodilló frente al agua, contemplando fascinado a los patos que se deslizaban con calma entre las hojas flotantes.
Su expresión era pura inocencia. Aproveché ese instante para sacarle algunas fotos —se veía realmente adorable—. Luego se las mandaría a la señora Dupont, ella siempre se enternece con estas cosas.
Estaba por tomar asiento en una de las bancas cuando unos gritos rompieron la calma del lugar. Eran voces de hombres, hombres que parecían estar discutiendo o quizás peleando.
¿Qué diablos...?
Liam volvió corriendo hacia mí, con los ojos abiertos de par en par. Se escondió detrás de mis piernas, aferrándose a la tela de mi pantalón con fuerza.
—¿Qué fue eso, papi? —preguntó, mirando nervioso a su alrededor.
—No tengo idea —le respondí, escaneando el parque con la mirada, tratando de ubicar el origen de las voces.
Durante unos segundos, todo volvió a quedar en silencio, como si el parque hubiera contenido el aliento. Pero la calma no duró mucho. Nuevos gritos irrumpieron, un poco más lejanos, pero igual de intensos.
—Creo que viene de allá —dijo Liam, señalando hacia la derecha, donde unos árboles frondosos ocultaban la vista.
Con precaución, comenzamos a caminar hacia esa dirección. Liam se aferró a mi mano con fuerza, sus pequeños dedos temblorosos, aunque sus ojos mostraban algo más que miedo: había una chispa de curiosidad brillando en ellos.
Al atravesar la línea de árboles, la escena se abrió ante nosotros de golpe: una cancha deportiva iluminada por luces altas, donde varios hombres jugaban un partido de rugby improvisado. Se empujaban, reían, gritaban jugadas. Nada fuera de lo normal.