Advertencia: Este relato ficticio contiene violencia extrema. Si esto te resulta incómodo (algo completamente comprensible), date por advertido.
¿De qué están hechos los recuerdos? De años donde nada sucede, en parte: de una amalgama de momentos anodinos que tarde o temprano confundiremos los unos con los otros. ¿Cuándo empecé a trabajar aquí, os preguntaréis a vosotros mismos? ¿Cuándo conocí a tal o cual amigo de mi pareja? ¿Cuándo se murió ese tío abuelo al que apenas veía? Lo mismo da, sinceramente. Pronto, las miserias del día a día van convirtiéndose en una mucosa uniforme de recuerdos que, eventualmente, será imposible organizar de forma cronológica.
Y, luego, están esos días mágicos. Esas semanas mágicas. Meses, tal vez. En todo caso, un período corto de tiempo en el que se condensan las novedades de años o décadas enteras. Un período tan fascinante que no solo se recordará siempre, sino que ha tenido mayor impacto en la vida de uno que los pesados años que vinieron antes o vendrán después.
Qué caprichoso es el tiempo, y qué rápido se acostumbra uno a lo bueno. Hace solo unos meses que entré en esta residencia y ahora parece que llevara allí toda la vida. Y, a pesar de todas las penurias que he sufrido en ese lugar, sé que miraré atrás y me acordaré de esos buenos momentos destacados entre la mugre y la depravación.
El día antes de llevar a cabo nuestro plan, me despedí de Nerea y de Andrea, y de todas las demás. Lo hice diciéndoles que volveríamos a vernos, pero con la certeza de que no sería así. Lo hice también, y esto es lo que más me dolió, fingiendo que no sabía nada de Aura.
-Colega, cuando vuelva vamos a probar un dilatador anal que me he comprado-me dijo la latina, dándome un codazo-. En mí, en mí, no te preocupes.
Qué manera tan banal de despedirnos, pero le prometí que lo haríamos. Me pregunté (me pregunto) cómo reaccionará cuando Amaia le cuente su versión y crea que yo maté a su amiga. Me pregunto si Nerea y ella llorarán cuando sepan el destino que tuvo esa mujer a la que siguen considerando pura e intachable.
Lo peor es que yo ya no puedo verla igual. En eso pensaba al día siguiente, cuando Amaia me llamó: en cuán a menudo se oculta el mal tras un rostro amable.
Sin embargo, cuando la vi vestida con una sencilla camiseta y unos vaqueros, seria y solemne como nunca antes, no pensé que ella fuera mala. Aunque lo que estaba a punto de hacer fuera perverso y lúbrico, ella se lo estaba tomando como un trámite, acaso para mantener su cordura en pie.
-Ya está hecho-me comunicó, en un tono monótono de hoja seca-. El lugar está desierto, y el equipo de limpieza no vendrá hasta dentro de dos días. Cayetana te espera arriba. Todavía no ha despertado, así que tienes la opción de acabar con ella mientras duerme o de hacerla sufrir cuando esté consciente. A mí me da igual.
¡Cómo sabía reconocer ya sus mentiras! Aunque decía eso, en sus facciones podía notarse un rencor que impregnaba el aire y enrarecía nuestra conversación. No habría hecho todo eso y se habría arriesgado tanto para que Cayetana no sufriera.
Me acompañó de la mano hasta el cuarto, y yo ni siquiera me excité con su tacto. Sabía que, si yo odiaba tanto a su fría directora, Roberta y Aura me habían odiado también después de lo que les había hecho. Sabía que no era mucho mejor que ella. Y, sin embargo, en esas mismas pulsiones que me hacían peor, podía redimirme. Podía hacer algo útil por primera vez en mi miserable vida, en vez de fingir que hacía una gran labor intelectual y artística con mis cuentecitos de mierda.
La llegada hasta el cuarto de la directora fue rápida, demasiado rápida para mi gusto. Una vez estuvimos allí, entramos en el cuarto, que parecía idéntico al de las otras veces. El mismo cuadro, la misma decoración, la misma pulcritud. Pero, a través de esa puerta que ocultaba los secretos más macabros, podía sentirse una presencia.
