27. Lo inevitable

838 90 129
                                        



Julia.



La puerta se cerró sola detrás de nosotros. Lo supe porque escuché el click que hace el cerrojo. Patricio seguía sentado en el sillón, se acomodó como si fuera el dueño del mundo. No me dijo que me sentara. Solo me miró. Esa mirada suya que no pide permiso, que se lleva puesto todo lo que se le cruza.

—¿Qué hacés parada? —preguntó, con esa voz baja que siempre parece que se está riendo de vos.

—Esperaba que el amo del castillo me diera indicaciones.

Sonrió, y me desarmó.

—Te pensaba más rebelde. ¿Querés que te dé órdenes ahora?

—Pensé que te excitaban más los desafíos.

—Y no te equivocaste. —dijo, sin mover un músculo, pero de pronto el sillón frente a él se deslizó hasta quedar detrás de mis rodillas. Me senté. No por él. Porque el lugar ya estaba marcado.

Lo observé mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía, el encendedor apareció de la nada, no alcance a ver de dónde. Pero flotó hasta encenderse sólo. Lo suyo era un despliegue de poder constante, me enorgulleció saber que estaba esforzándose tanto por impresionarme.

A mí. A una simple humana que acaba de conocer éste mundo.

—¿Tenés idea de lo que estás haciendo? —me preguntó, exhalando el humo con pereza.

—Estoy manteniéndote lejos de Guido.

—Eso decís. Pero yo creo que estás haciendo algo mucho más peligroso. Estás jugando conmigo.

—¿Y vos no jugás? —dije, cruzando las piernas, sabiendo que su mirada iba a bajar. Bajó. Y volvió a subir, más lenta.

—Sí, pero yo sé perder el control. Vos todavía no.

—Probá.

No lo vi moverse. Solo lo sentí. De golpe estaba cerca. Apoyado en el respaldo de mi sillón, inclinado. Su aliento me rozó el cuello.

—Cuidado con lo que deseás, Ju.

—No te tengo miedo.

—Mentira. Y eso te calienta.

Lo odié por tener razón. O por decirlo así. Cómo si fuese obvio.

Entonces lo besé. Mis labios se aferraron a los suyos como si fuera una guerra. Él respondió con los dientes. Me agarró del pelo, yo lo empujé contra el sillón. Me levantó sin tocarme. Su poder hizo que el aire me elevara y me arrojó encima de él. Quedé montada sobre su cuerpo. Respirando rápido. Mis piernas temblaban. Pero no me bajé.

—Estás temblando.

—De rabia.

—No solo de eso.

Me tiró la cabeza hacia atrás. Su boca bajó por mi cuello. Pero no me mordía. Era peor: me acariciaba la piel con los colmillos. Como si quisiera que lo deseara.

No iba a darle ese gusto.

—¿Querés saber qué se siente? —susurró.

—¿Qué?

Se mordió la muñeca sin apartar los ojos de mí. La sangre brotó espesa, oscura, con un brillo metálico. No olía a hierro. Olía a un perfume afrodisíaco. Como si el deseo tuviera aroma.

ESTADO SALVAJE - GUIDO SARDELLI | AIRBAGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora