Gi-hun, aún en shock, logró sonreír débilmente, aunque el nudo en su garganta era imposible de ignorar. No podía ser. Ellos... ellos me ven así. Años de lucha interna, meses de desesperación por ser lo suficiente para ellos, lo suficiente para ser aceptado, parecían reflejarse en esa simple palabra que Min-su había dicho sin pensar.

— Voy a prepararlo, cariño. — Su voz salió suave, casi temblorosa, mientras volvía a retomar sus tareas en la cocina. Un murmullo de emoción lo sacudió por dentro, y aunque trató de esconderlo, esa chispa de esperanza que nunca se apaga brilló en sus ojos.

Los niños se sentaron, esperando el desayuno. Dae-ho miraba a su hermano con una expresión confusa, mientras Min-su volvía a observar a Gi-hun, aparentemente ajeno a la magnitud de lo que había sucedido.

Gi-hun, mientras les servía, sentía el peso de lo que había representado esa palabra para él. No era solo un título. No era solo una simple palabra. Era el eco de un amor que había crecido en el vacío, de una figura que, a pesar de todo lo que había perdido, había logrado construir algo de pertenencia. Algo que, aunque fugaz, era todo lo que le quedaba.

En el salón, Ji-hoon se mantenía apartado, observando la escena desde la distancia, sin intervenir. El adolescente había vuelto a su usual indiferencia, pero hoy algo en su postura parecía más rígido, más contenido. Sus ojos recorrían a los gemelos con una mirada que ya no era de niño. Había algo en su rostro, algo en la forma en que su mirada se posaba sobre ellos, que Gi-hun no podía entender del todo. Era como si Ji-hoon ya los viera como un terreno a proteger, un dominio propio que debía asegurarse de conservar. Era sutil, pero estaba ahí. 

El desayuno transcurrió en un silencio casi reverencial. Solo el sonido de las cucharas contra los platos y el leve repiquetear de la lluvia llenaban la cocina. Gi-hun los observaba comer, el corazón latiéndole con una mezcla de dolor, alivio y un temor que no lograba expulsar del pecho. "Mamá". La palabra seguía resonando en su mente como una melodía olvidada que, de pronto, se volvía imprescindible.

Los gemelos se terminaron sus porciones entre risitas suaves y charlas infantiles. Dae-ho le mostraba a Min-su cómo su bloque de arroz parecía una nave espacial, y Min-su lo corregía diciendo que parecía más un cohete. Gi-hun sonreía débilmente mientras los escuchaba, sabiendo que esa normalidad podía desvanecerse en cualquier momento.

Ji-hoon Subió a su habitación sin hacer ruido, como acostumbraba. No era de los que reclamaban atención, no necesitaba aprobación. Había aprendido a existir en los márgenes del conflicto, pero cada vez más parecía que observaba todo como si estuviera tomando notas.

En su habitación, Ji-hoon se apoyó en el marco de la ventana. No encendió la luz. La lluvia seguía cayendo, fina pero constante, acariciando el vidrio con dedos persistentes. Sus ojos, negros y profundos, se mantuvieron fijos en la calle.

Fue entonces cuando el auto negro apareció.

No era uno de los vehículos del servicio social, ni el modesto sedán de los agentes de bienestar infantil. Este era diferente: elegante, liso, sin adornos innecesarios. Su carrocería brillante como la piel de una serpiente bajo la lluvia.

Un Mercedes oscuro, vidrios polarizados.

Ji-hoon no parpadeó. Observó con la quietud meticulosa de un halcón. No mostró sorpresa. Ni siquiera curiosidad. Solo esa mirada densa, cargada de una concentración que no correspondía a un niño. Una mirada que, si alguien la hubiese visto desde afuera, habría sentido la incomodidad inmediata de estar siendo analizado por algo más grande de lo que parecía.

El hombre que bajó del coche caminaba con paso firme. Llevaba un abrigo de lana impecable, zapatos bien lustrados, y sostenía una carpeta negra contra el pecho. Ji-hoon no conocía su nombre, pero supo de inmediato quién era. Han Seung-woo. Lo había escuchado en boca de Gi-hun, lo había leído en las cartas sin abrir que llegaban por correo. Representante del fideicomiso Hwang. Voz legal del silencio de su padre.

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