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La lluvia golpeaba la ventana con la insistencia de una voz que nunca deja de hablar, un murmullo constante que parecía borrar cualquier posibilidad de silencio. Gi-hun estaba en la cocina, la luz grisácea del día apenas iluminaba el espacio, sumiendo la casa en una penumbra perpetua. El sonido del café goteando en la máquina era lo único que rompía el silencio, un sonido vacío que apenas lograba mantenerlo anclado en la realidad.
La casa, aunque más pequeña que la mansión que una vez fue su hogar, seguía oliendo a esa mezcla de humedad y nostalgia. La mesa de la cocina estaba cubierta de papeles, contratos, informes de abogados, las hojas que definían su vida ahora que su mundo se había reducido a esta estructura desmoronada de paredes frías y habitaciones vacías.
Gi-hun está de pie junto a la cafetera, con el rostro pálido y las manos temblorosas. Hay ojeras profundas bajo sus ojos. Se sentó frente a la mesa, con la taza de café en las manos que ya no tenía calor. Sus ojos miraban sin ver, perdiéndose en el paisaje de la lluvia golpeando los cristales. Su mente, sin embargo, no estaba en la tormenta. Estaba atrapada en algo mucho más oscuro.
— ¿Por qué lo hiciste, In-ho? — se preguntó en silencio, mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Los niños ya estaban en la sala, el bullicio de los juguetes y las risas eran el único recordatorio de que aún quedaba algo de vida en esa casa. Pero él no podía dejar de pensar en lo que In-ho había hecho, en las decisiones que había tomado, y en el modo en que todo se había desmoronado cuando la mansión se había reducido a cenizas.
— ¿Por qué no me incluiste? — pensó con amargura. In-ho había sido un hombre complejo, con su propia idea de poder, de control. Pero Gi-hun nunca pensó que estaría excluido. No pensó que su amor por él, su sacrificio, fueran simplemente cosas que desaparecerían en la siguiente página de un testamento.
La puerta de la cocina se abrió lentamente, interrumpiendo sus pensamientos. Era Ji-hoon, quien entró con los ojos fijos en el suelo, su paso ligero y calculado, como si supiera exactamente qué estaba pasando, aunque no dijera nada. Desde el momento en que su mirada se cruzó con la de Gi-hun, el ambiente cambió.
Ji-hoon se acercó a la mesa. Sin una palabra, le quitó la taza de café de las manos a Gi-hun, dejándola sobre la mesa con una suavidad que contrastaba con la dureza de su mirada.
— No me mires así. — Gi-hun rompió el silencio, con la voz quebrada, como si el peso de todo lo que estaba ocurriendo lo estuviera aplastando.
— Lo sé. — Ji-hoon respondió, su voz grave para su edad, con una calma inquietante. Sus ojos, normalmente llenos de la inocencia de un niño, ahora reflejaban algo mucho más pesado. Algo que Gi-hun no podía ignorar. En la oscuridad de esa casa, Ji-hoon se había convertido en un extraño, pero uno que también compartía los mismos miedos. Y, sin embargo, a veces sentía que había algo más, algo que no lograba comprender del todo.
— No me importa lo que digan los demás... — comenzó Gi-hun, mirando la taza vacía. — No me importa que digan que soy un mentiroso, un oportunista. No me importa lo que piensen de mí. Pero mis hijos... mis hijos no son una ficha de ajedrez. No me los van a quitar. No lo permitiré.