18. Decime que no me amás

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Llegamos a la casa de los padres de Mía cerca del mediodía. El taxi frenó a mitad de cuadra, y durante unos segundos, ninguna de las dos se bajó. Miré por la ventana, la puerta estaba abierta de par en par, y había gente entrando y saliendo sin parar. Algunos vecinos, algún policía, una señora que creo que era la tía de Mía, la reconocí porque la había visto en alguna comida familiar. Un par de periodistas que trataban de disimular sus cámaras, como si no se notara. Todos vestidos de negro, con los ojos aguados y rojos, jamás había ido a un velorio, era la primera vez, y nunca pensé que cuándo lo hiciera sería para despedir a una amiga.

De mi misma edad, con la que había compartido mi vida por tantos años.

—Vamos, Api. — Murmuró Julia sacándome de mis pensamientos, fue la primera en moverse. Me tocó el brazo y yo simplemente asentí, asumiendo mi responsabilidad. Me bajé atrás de ella, aunque tenía las piernas dormidas del viaje. Me temblaban un poco también, pero no era por eso. Era porque...no sé. Una parte de mí todavía esperaba que todo fuera mentira. Que alguien dijera que al final no era Mía, o que ella misma apareciera puteando por el quilombo.

Pero no. No era mentira. Era real.

Cuando cruzamos la calle y entramos a la casa, me pegó una mezcla entre el olor familiar de su casa, y la angustia que se respiraba. La madre de Mimi estaba en el sillón, con los ojos perdidos, sosteniendo una taza con sus manos temblorosas, era muy extraño verla así, a ella que siempre era tan alegre, que siempre tenía las palabras de aliento más hermosas y positivas. Nos reconoció al instante, se levantó de golpe y nos abrazó a las dos a la vez.

—Ay, Abril...¿por qué? ¿Por qué a ella? —Se le quebró la voz cuando dijo mi nombre. Yo no sabía qué decirle. ¿Qué le podés decir a una madre que acaba de perder a su hija?

Que no fue culpa de nadie, que está en un lugar mejor...¿quién mierda se cree eso? Me quedé callada. Sentí cómo se le mojaba la remera con mis lágrimas, porque no podía dejar de llorar.

Fue Julia la que le preguntó, con cuidado, si sabían algo nuevo. La mujer nos miró como si no entendiera la pregunta, y después nos dijo algo que me dejó helada.

—Se la llevaron.

—¿Cómo que se la llevaron? —le pregunté, separándome levemente, la confusión me abrumó por un instante. —¿Dónde está?

—El...cuerpo. No está. Pasó un rato después de que fuéramos a reconocerla, no hubo autopsia, nada. Dijeron que era protocolo...que había cosas que no nos podían explicar —Julia me miró. Nos miramos. Yo sabía que las dos pensábamos lo mismo, eso no era protocolo, eso tenía nombre y apellido. Y aunque no sabía exactamente el nombre involucrado en ésto, sabía que se apellidaba Sardelli. La mujer se quebró, cubriendo su cara con sus manos, mientras la presión en mi pecho se hacía aún mayor. —. Yo necesito saber quién le hizo ésto a mi hija, se que nada me la va a devolver. Pero necesito que se haga justicia por mi nena.

—¿Qué dijeron? ¿Cuál fue la causa de muerte? —insistí.

La madre tardó en responder. Como si tuviera que volver a juntar las palabras una por una.

—Desangramiento —dijo, bajando la voz—. Dijeron que fue una pérdida de sangre muy grande...pero no había heridas visibles. Nada tiene sentido...nada.

Sentí un nudo en el estómago. No podía ser, la confirmación de lo que más me asustaba me atacó de pronto y sin anestesia. Todo era mi culpa, Mía había muerto por mi culpa.

Julia se apoyó en la pared, blanca como un papel. Yo me quedé ahí, parada en medio del living de la casa de Mía, sintiendo que me moría un poco más en cada segundo que pasaba.

ESTADO SALVAJE - GUIDO SARDELLI | AIRBAGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora