16. Todo es mi culpa

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Abrí los ojos despacio, mi cuerpo todavía se negaba a despertarse del todo. Me tomó unos segundos reconocer dónde estaba.

El techo blanco, el sonido del viento colándose por la ventana, el aroma tenue a café que venía desde la cocina...estaba en Mar del Plata.

Estaba en casa.

Me incorporé en la cama, sintiendo el crujido familiar del colchón viejo, ese que conocía cada detalle de mi cuerpo mejor que yo misma.

Las paredes seguían cubiertas de los mismos pósters gastados, de las fotos enmarcadas, de esos pequeños recuerdos de una vida que me parecía de otra persona.

Sobre la cómoda, una foto vieja capturaba una felicidad que ahora me dolía mirar: papá y mamá abrazándome entre carcajadas, en algún verano anterior. Yo tendría unos ocho años, con trenzas desordenadas y las rodillas raspadas de tanto correr por la playa.

El celular vibraba sobre la mesa de luz. Lo agarré a regañadientes.

Varias llamadas perdidas y mensajes sin abrir decoraban mi pantalla de bloqueo.

Guido.

Me quedé mirando su nombre titilando en la pantalla. Para luego notar que también tenía mensajes de Mía sin responder.

Mía, la había dejado tan abandonada en éstas últimas semanas, y ahora también me había llevado a Julia conmigo. Sabía que seguramente se encontraba confundida y preocupada, pero no podía acercarme a ella hasta asegurarme de que no iba a terminar arrastrandola a todo ésto junto a nosotras.

Apagué el teléfono sin responder. No tenía fuerzas para afrontar ninguna de esas conversaciones.

Me tapé con la frazada hasta la nariz, buscando un refugio inútil contra todo lo que me pesaba adentro. Cerré los ojos, pero el sueño ya se había ido.

Toti, mi gato, saltó ágilmente sobre la cama y se acomodó contra mi costado. Le acaricié el lomo despacio, sintiendo cómo su pequeño cuerpo ronroneaba al acurrucarse contra mí.

Él no me pedía explicaciones. No esperaba nada de mí.

Sólo estaba ahí.

Ojalá todo pudiera volver a ser así de simple.

El olor a tostadas llegó hasta mi cuarto antes de que siquiera me diera cuenta de que me estaba muriendo de hambre. Mi estómago hizo un ruido y me levanté despacio, sin muchas ganas de enfrentar el día. El clima afuera estaba raro, como si el mar, desde lejos, tratara de avisarnos que se venía una tormenta.

Bajé por las escaleras cuidadosamente y a medida que me acercaba a la cocina, ya podía escuchar la voz de mamá, risueña como siempre. Estaba de espaldas, untando lo que parecía ser mermelada sobre las tostadas, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

—Buen día, mi amor. —me dijo, sin mirar, cuando me sintió aparecer en la puerta.

Me senté en la silla del desayunador, como lo hacía de chica. Miré el café hirviendo, la mermelada de durazno, las frutas cortadas...todo tan familiar, tan seguro.

Y sin embargo, no podía dejar de sentir que algo dentro mío se había roto, como una pieza de un rompecabezas que no encaja más, por más que la fuerces a amoldarse.

Mamá me dejó el plato frente a mí con una sonrisa.

—¿Dormiste bien, hija? —me preguntó, con su típica calidez. Le sonreí de vuelta, lo que salió de forma automática, aún si se trataba de una sonrisa forzada.

ESTADO SALVAJE - GUIDO SARDELLI | AIRBAGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora