──★ 🪐 ̟!!
Katherine Mora amaba escribir sobre el amor y aprovechaba su talento cobrando por cartas y poemas en su escuela. Todo iba bien hasta que Addison le pidió ayuda para conquistar a Owen Cooper, su mejor amigo. Katherine aceptó, incluso ofrec...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
—¿Reescribirnos? —repetí, con una ceja alzada.
Él sonrió, apenas. Esa media sonrisa suya que siempre me hacía sentir en casa, aunque ahora se sentía distinta. Más frágil. Como si pudiera romperse si decíamos algo fuera de lugar.
—Sé que suena cursi —admitió—, pero no quiero perderte. Aunque me doliste. Aunque dolió mucho… no quiero que esto termine así.
Mi pecho se apretó. Por días enteros había ensayado mil veces lo que le diría si por algún milagro del universo me hablaba. Y ahora que estaba frente a mí, con los ojos sinceros y el orgullo hecho trizas, lo único que pude hacer fue dar un paso más cerca.
—Yo tampoco quiero que termine así —confesé— Pero me hiciste sentir como si hubiera hecho algo imperdonable. Y no lo hice, Owen. Me enamoré. Tal vez de la peor forma, sí, pero nunca quise lastimarte. Te juro que no.
Él bajó la cabeza, como si las palabras le pesaran. Pero cuando volvió a levantar la mirada, sus ojos estaban cristalinos.
—Lo sé. Me costó entenderlo… pero lo sé.
Entonces dio un paso más y quedó tan cerca que casi pude sentir el peso de todas las veces que nos evitamos, de todos los mensajes sin respuesta, de todas las risas que no compartimos en semanas.
—¿Y qué se supone que somos ahora? —pregunté, porque necesitaba saber. Porque no podía volver a perderlo sin saber a qué jugábamos.
Owen dudó. Pero luego, con una suavidad que me rompió un poco más, tomó mi mano.
—Podemos empezar de nuevo. Sin papeles escondidos. Sin listas. Solo tú y yo. Como siempre debió ser.
Le apreté la mano, con fuerza. Como si eso pudiera sostenernos. Y, en el fondo, supe que sí podía.
—Está bien —dije— Empecemos de nuevo.
Nos quedamos ahí un rato más, mirando por la ventana, mientras los demás estudiantes pasaban corriendo hacia sus próximas clases, ajenos a lo que acababa de pasar.
Pero yo sabía.
Había vuelto a tener a mi mejor amigo. Y esta vez, con algo más.
Algo que dolía, sí. Pero que también empezaba a sanar.
Nos quedamos en silencio, las manos aún entrelazadas. Afuera, el bullicio de los pasillos seguía como si nada hubiera pasado, pero dentro de mí todo se había movido. Owen me miró, como si aún le quedaran palabras que no se había atrevido a decir.
—Siempre supe que eras tú la de las cartas —murmuró, casi como un suspiro.
Parpadeé, confundida. —¿Cómo?
—Sí,mi instinto decía que eras tú,solo tu tienes esa forma de escribir cartas tan únicas y conmovedoras,pero me hice tonto...Al final salio mal.
—¿Y por qué nunca dijiste nada? —pregunté en voz baja, aunque no era un reproche. Solo una duda que me quemaba desde adentro.
Owen se encogió de hombros, con esa sonrisa que usaba cuando intentaba esconder lo que sentía de verdad.
—Porque me daba miedo que no fueras tú… y también me daba miedo que sí lo fueras —dijo, bajando la mirada por un segundo—Y porque pensé que si lo decía en voz alta, todo se arruinaría. A veces uno prefiere vivir con la duda que enfrentarse a la verdad.
Lo entendía. Más de lo que quería admitir.
—Me habría gustado que me lo dijeras —susurré.
—Y a mí me habría gustado no arruinarlo todo por orgullo —respondió él.—Vi la última carta y ahí fue donde confirme todo...claro que la leí después de haberme peleado contigo y le preste mucha atención...
Volvimos a mirarnos, más tranquilos, más vulnerables. No éramos los mismos de antes. Éramos dos personas heridas intentando coser lo que se había roto, con hilos de poemas, recuerdos y muchas, muchas disculpas no dichas.
—Te extrañé —dije al fin, con la voz temblorosa—No solo como amigo. Te extrañé en los detalles. En los comentarios sarcásticos. En los ojos que me entendían sin que tuviera que explicar nada.
Owen entrecerró los ojos, con una ternura distinta en el rostro.—¿Sabes qué es lo peor de haberte ignorado?—Negué con la cabeza.—Que aunque no te hablaba, no podía dejar de verte.
Sentí que se me apretaba el pecho. Había algo tan puro en esa confesión que dolía y sanaba al mismo tiempo.
—¿Entonces qué hacemos ahora? —pregunté.
Owen no respondió de inmediato. Solo se quedó viéndome, con esa mirada que a veces parecía leerme hasta el alma. Luego bajó la vista a mis labios por un segundo y negó con una sonrisa suave, como si estuviera luchando consigo mismo.
—¿Entonces qué hacemos ahora? —repetí, más bajito esta vez, sintiendo cómo la cercanía entre nosotros ya no era incómoda, sino inevitable.
Él se rascó la nuca, nervioso, como si buscara la respuesta correcta entre los hilos invisibles del aire. Dio un pasito más cerca, y con voz apenas audible murmuró:
—Podríamos… no sé… empezar por esto.
Y sin darme tiempo a preguntarle qué quería decir con “esto”, me envolvió con sus brazos, tibios, conocidos, pero ahora diferentes. Más firmes. Más sinceros. Me sostuvo como si todo el tiempo que habíamos estado distantes solo hubiera servido para recordarnos cómo se sentía estar cerca.
—Eres más tonto de lo que pensaba —susurré, aferrándome a su camisa como si el mundo estuviera a punto de deshacerse.
—Y tú más terca —respondió él, antes de separarse apenas unos centímetros, los justos para buscar mis ojos— Pero igual me gustas.
Entonces, sin más palabras ni advertencias, se inclinó y me besó.
No fue uno de esos besos de película con música épica de fondo. Fue torpe al principio, como si ambos estuviéramos recordando cómo se hacía. Fue lento.
Honesto. Cargado de todo lo que no dijimos en semanas. De cada carta no firmada. De cada poema disfrazado. De cada “te extraño” escondido en una broma.
Mis manos encontraron su cuello, y por primera vez en mucho tiempo, todo volvió a encajar. No perfectamente. No sin grietas. Pero encajó. Como si nuestros silencios también hubieran estado esperando este momento.
Cuando nos separamos, sus labios aún rozaban los míos.
—¿Entonces empezamos de nuevo? —preguntó él, con una sonrisa torcida.
—No —dije—Empezamos desde aquí. Desde lo que somos ahora.
Y él asintió, como si esa idea le gustara más.
Nos quedamos ahí, abrazados en medio de pasillos que empezaban a vaciarse, con los ecos de las clases apagándose. Y por primera vez en mucho tiempo, no me importó que el mundo siguiera girando. Porque él estaba ahí.