-¿Quién es mi Omega? -gruñó Harry, su voz grave, ronca, con un filo de amenaza en cada palabra.
Draco no respondió de inmediato, su orgullo luchando contra su cuerpo.
Entonces un dedo lo rozó justo ahí, provocándole un espasmo que lo dejó sin aire...
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Draco aún jadeaba suavemente, sus pestañas temblando contra sus mejillas sonrojadas, la piel aún sensible y enrojecida donde los labios de Harry lo habían reclamado.
Estaba exhausto, pero no se apartaba; al contrario, su cuerpo seguía curvado instintivamente hacia su Alfa, como si la separación fuera inconcebible.
Harry, bañado en su propio aroma cargado de feromonas alfa, lo miraba como si fuera todo lo que existía.
Había algo salvaje y tierno en su expresión: esa mezcla de deseo aún ardiente por el rut no saciado y la devoción absoluta que sólo Draco podía arrancarle.
Se inclinó, deslizando su nariz por la clavícula del rubio, respirándolo, memorizándolo.
Sus labios encontraron su cuello, la marca aún reciente, y la besó con una dulzura que contrastaba con la fiereza anterior.
—Eres mío—susurró con voz ronca—No hay nada en este mundo, ni en el siguiente, que pueda cambiar eso.
Draco soltó una risa suave, apenas audible. Su mano buscó la de Harry y entrelazó sus dedos con los del Alfa.
—Te tengo... Y tú me tienes —respondió, la voz apagada por el sueño y el amor—. No pienso soltarte, Alfa.
Harry gruñó suavemente, un sonido posesivo, pero reconfortado.
Su cuerpo aún pedía más, su rut no lo soltaba del todo, pero por primera vez, en medio de esa necesidad primaria, encontró paz.
Su Omega lo aceptaba, lo amaba... lo cuidaba incluso en medio de ese frenesí.
Se acomodó a su lado, acariciando su vientre plano, imaginando—tal vez por instinto, tal vez por deseo— un futuro donde no estuvieran solos, donde los cachorros jugaran por la torre y el perfume de Draco llenara toda su vida.
—Quédate despierto solo un rato más... —murmuró Harry, besando el borde de su mandíbula—Quiero mirarte un poco más antes de que el mundo intente quitarte de mi Lado.
Draco asintió con una sonrisa somnolienta y orgullosa.
—Mírame todo lo que quieras, Alfa mío.
La luz matinal se colaba apenas por los ventanales encantados de la habitación, tiñendo las paredes de un suave tono ámbar.
Draco se removió entre las sábanas, su cuerpo aún sensible y tibio, marcado por la noche intensa que habían compartido.
Pero lo que lo despertó no fue el sol, sino una sensación cálida, húmeda, reconfortante y profundamente íntima.
Harry estaba entre sus muslos, completamente centrado en él, como si cada centímetro de piel fuera sagrado.
Su lengua trazaba un camino lento y reverente por su núcleo aún inflamado, dejando su saliva curativa sobre la piel sensible.
Draco tembló y lo miró por encima del hombro, sus mejillas encendidas. —Harry… ¿qué haces?—
El Alfa alzó la vista, sus ojos verdes oscuros por el instinto, pero suaves de amor.
—Sanándote —murmuró, con la voz ronca de la mañana y del deseo que aún vibraba en su pecho— Tu cuerpo me pertenece, y si te duele, yo mismo cuidaré cada parte—
Draco se mordió el labio, sus emociones mezclándose con los rastros de placer residual.
El gesto de Harry era puro, casi sagrado, como una ofrenda.
No había lujuria en ese momento, solo devoción.
Se dejó caer de nuevo sobre las sábanas, rendido a esas caricias suaves que lo hacían sentir amado, venerado.
Cada lamida era un “te pertenezco”.
Cada suspiro de Harry contra su piel era un “no dejaré que te duelas por mí”.
—Eres un tonto empalagoso—susurró Draco con un deje de burla cariñosa, los ojos entrecerrados—Pero mi tonto empalagoso.
Harry sonrió contra él. —Y tú mi Omega mimado, el más hermoso de todos.
El rubio rió, suave, mientras le enredaba una mano en el cabello. —Sigue, entonces… Sanar nunca se sintió tan bien—
Los dedos de Harry rozaban con ternura la piel sensible del cuello de Draco, donde la mordida de la noche anterior comenzaba a cerrarse.
Sus labios la besaron primero, con respeto, como si pidiera perdón por la intensidad de su amor.
Luego, con lentitud, su lengua pasó sobre la herida.
Un leve destello de magia centelleó entre sus labios y la piel del Omega.
La mordida, lejos de desaparecer, comenzó a transformarse, Del centro brotaron pequeñas flores, apenas visibles al principio, pero conforme Harry la lamía, los pétalos se abrían con más nitidez.
Peonías y lirios se entrelazaban como si hubieran crecido directamente del alma de ambos, una marca de amor y de vínculo eterno.
Draco suspiró profundo, su cuerpo estremecido, no de dolor, sino de plenitud. —¿Qué estás haciendo ahora, artista salvaje?—murmuró con voz dormida.
—Dejando algo tuyo en mí —respondió Harry, con una sonrisa pícara—O mejor dicho… algo mío en ti.
Luego se inclinó sobre su cadera.
Allí, más abajo, donde lo había mordido con hambre durante el clímax, una marca asimétrica y profunda ardía en su piel pálida.
Sin dudarlo, Harry bajó más, besó primero la herida, y luego la lamió con cuidado, adorando cada parte.
Una nueva floración comenzó a surgir: rosas oscuras, elegantes, trepaban suavemente desde su cadera hacia el muslo, como si un jardín secreto floreciera allí, regado por saliva encantada y amor desenfrenado.
Draco gimió muy bajito, con los ojos cerrados, dejándose cuidar.
—Eres un Alfa obsesivo—susurró con una sonrisa ladeada. —Y tú el Omega más malcriado del mundo, pero mío—
Harry subió y se recostó a su lado, envolviendo a Draco con su brazo.
Apoyó su nariz contra su cuello ahora decorado con flores brillantes, respirando profundamente su olor cálido, mezcla de canela, ámbar y magia.
—¿Sabes qué creo?—dijo Draco, cerrando los ojos.
—¿Qué?— —Que esta es la primera vez que alguien me hace sentir tan amado… sin tener que pedirlo—
Harry le besó la frente. —Y será la primera de muchas, lo juro por Merlín, no importa cuánto me tome, quiero que seas feliz, que nunca dudes de cuánto te deseo, Draco—
Draco lo abrazó fuerte, sin palabras por un momento. Solo el sonido de sus respiraciones acompasadas llenaba la habitación.
—¿Quieres dormir un poco más?—preguntó Harry.
—Solo si te quedas abrazándome así. —Para siempre, si quieres.
Y se quedaron ahí, envueltos en las sábanas, en el olor del uno del otro, en la magia que florecía con cada latido compartido.