𝗘𝗣. 33

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—  🍂  ᴘʀᴏᴛᴇᴄᴛɪᴏɴ

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—  🍂 ᴘʀᴏᴛᴇᴄᴛɪᴏɴ

El amanecer en La Push ya no sabía igual. El aire seguía oliendo a sal y pinos mojados, el mar seguía rugiendo en la distancia pero algo faltaba. Una presencia que había dejado de habitar la reserva y, con ella, también dejó de latir parte del corazón de quienes se quedaron.

Sam revisaba papeles sobre la mesa de la cocina. Documentos legales, impresos con prisa. Manchados de café y de cansancio. Su abogado en Port Angeles había sido claro: "Es complicado, pero no imposible. Si puedes probar que tu madre no está brindando un entorno emocionalmente estable..."

Lo leía una y otra vez.

Emily lo observaba desde la puerta, sin decir nada. Sam no hablaba mucho esos días, pero ella sabía. Sabía que cada noche se levantaba para escribir correos que nunca enviaba. Sabía que buscaba contactos, leyes, lagunas, formas. Sabía que su expresión se endurecía cuando recordaba cómo Kalani había bajado la cabeza al despedirse. Como si estuviera pidiendo perdón por irse.

Y no tenía por qué.

- Tiene que volver - Murmuró él, apretando los puños sobre el papel - No está bien allá.

Por otro lado, Seth estaba en su habitación, tirado sobre el piso, con un peluche entre los brazos.

Era un conejo de felpa desgastado por los años, uno que Kalani le había dado cuando se fue por primera vez a Los Ángeles. "Para que no me extrañes tanto, Sethie", había dicho en voz bajita, como si le estuviera dando un secreto.

Y ahora ese peluche era todo lo que tenía de ella una vez más.

Lo apretaba contra el pecho mientras miraba el techo. Había intentado dibujar, leer, incluso correr por la playa. Nada servía. A veces bajaba a desayunar con Sue, fingía una sonrisa, hacía chistes tontos. Pero apenas cerraba la puerta de su habitación, la fachada se desmoronaba.

La extrañaba tanto. No solo su risa o su forma de hablar. Extrañaba verla dormida en el sillón. Escucharla decir groserías cuando no entendía algo. Extrañaba revolcarle el cabello o meterle el pie cuando caminaba.

No sabía cómo explicarlo, pero dolía como si le hubieran quitado una parte del alma y dejado una cicatriz que no sanaba.

Esos días Paul ya no aullaba, no esta vez.

Esta vez solo se sentaba en su cama, mirando la pantalla negra de su teléfono, como si pudiera romper las leyes del tiempo y del espacio y hacer que Kalani apareciera al otro lado.

No la había llamado ese día. No porque no quisiera, sino porque tenía miedo. Miedo de oírla fingiendo estar bien, de oírla llorar y no poder correr a abrazarla, de que su voz sonara distinta. Más lejana. Menos suya.

Así que en lugar de eso, capturaba.

Cada lugar donde estuvieron juntos, cada rayo de luz en el bosque que ella adoraba, cada esquina donde rió, donde le gritó, donde lo besó.

Paul los fotografiaba todos. Llenaba su galería con pedazos de ella, como si eso pudiera compensar su ausencia. Como si una foto pudiera detener el tiempo, y guardar su rastro.

El chico no podía estar bien tan lejos de su impronta. Sus ojos tenían círculos oscuros debajo de ellos y cada día era más difícil respirar. Su condición física había bajado muchísimo, y la comía parecía no ser necesaria.

Kalani tenía que volver. Y si Sam no lograba traerla de vuelta legalmente, Paul no dudaba en ir por ella con sus propias manos. Así fuera cruzando el país a pie porque no podía pagar un viaje. Así tuviera que romper las reglas. Así tuviera que enfrentar a quien fuera.

La Push no era la misma sin Kalani. La manada no era la misma sin Kalani, ni ella sin ellos.

Kalani fingía.

Fingía cada día, cada segundo, cada palabra. Fingía con la misma precisión con la que se maquillaba por las mañanas, intentando cubrir el rostro de la chica que solía ser en la reserva. Se vestía como antes, caminaba como antes, saludaba a quienes se suponía que eran sus amigas... pero por dentro, no quedaba nada de la antigua Kalani.

Ahora todo dolía. Respirar dolía. Fingir dolía. El sol de California no la calentaba como antes. Y sus labios, alguna vez manchados de risas, ahora sabían a nicotina.

El tabaco se había vuelto una costumbre más. Vieja, sucia, y escondida entre las noches largas en la ventana de su cuarto. No lo hacía para verse rebelde, ni para retomar algo de su antiguo yo. Lo hacía para sentir algo. Para anestesiarse, aunque fuera solo por unos minutos. Aunque supiera que al día siguiente el olor seguiría impregnado en su cabello y que su madre frunciría el ceño como si realmente le importara.

Porque no importaba cuántas veces su madre intentara fingir que todo estaba bien, Kalani ya no era la hija fácil de moldear que había partido años atrás. No era la que sonreía en las cenas familiares ni la que se emocionaba por ir a Malibú con Sophia y las demás. Ni siquiera le interesaba fingir que sí.

Había vuelto a ese lugar con ropa nueva, perfumes caros y una cama que olía a suavizante artificial... pero el alma la había dejado en la reserva.

Y el dolor no era solo por estar lejos. Era por todo lo que ya no podía decir.

Porque no podía hablar de los lobos. No podía hablar desus tatuajes, ni podía hablar de las tardes en que montaba los lomos de algún miembro de la manada.

Y sobre todo, no podía hablar de Paul.

Lo extrañaba con una desesperación silenciosa. Como una marea que no paraba de golpear su pecho. Como un aullido atrapado en su garganta que no se atrevía a dejar salir. Había noches en las que se sentaba en la ducha con la ropa puesta, esperando que el agua se llevara algo del dolor, de la ausencia, de la furia que la consumía.

- Tienes que adaptarte, Kalani - Le decía su madre mientras servía cena en platos demasiado limpios - No puedes vivir con un pie aquí y otro allá. Estás en casa. Tienes que volver a ser tú.

Pero no entendía.

La chica que una vez bailó en fiestas frente al mar y soñó con universidades de lujo ya no existía. En su lugar, quedaba una joven de ojos cansados, uñas mordidas y latidos rotos. Una loba sin manada. Un corazón desmembrado por la distancia.

A veces pensaba en llamar a Seth. O a Leah. A veces escribía mensajes enteros y los borraba para reemplazarlos por algo más casual. Porque ¿Cómo iba a decir cada día dolía más que el anterior? ¿Que ya ni siquiera podía dormir sin que la imagen de Paul le apareciera en sueños, mirándola como si la estuviera olvidando? ¿Que las mañanas eran tan solitarias que a veces hablaba sola, solo para escuchar una voz?

Caminaba por su antigua escuela como un fantasma. Nadie notaba el cambio. Nadie preguntaba. Algunos se alegraban de verla, pero era una alegría superficial, como la de una tienda que abre temprano sin alma.

Una tarde, mientras regresaba a casa con los audífonos puestos, se sorprendió llorando sin darse cuenta. No fue un llanto escandaloso, solo un sollozo seco, mudo, de esos que se sienten en los huesos. Apagó la música y miró el cielo, y por un segundo, deseó no haber vuelto nunca.

Porque estar ahí, en ese lugar tan lleno de nada, era mucho peor que no estar en absoluto.

Y si había algo más cruel que la distancia... era la costumbre.

Porque lo peor estaba empezando a pasarle: estaba empezando a acostumbrarse.

Esas dos semanas empezó a acostumbrarse a no escuchar su nombre susurrado con cariño, a no pelearse con Embry, a no burlarse de la torpeza de Seth... a no sentir a Paul cerca.

A vivir sin su manada.

Y eso, pensó Kalani mientras se sentaba en su cama con el cigarro apagado entre los dedos, eso era lo más triste de todo.

Porque si uno se acostumbra al dolor,
¿cómo vuelve a la vida después?

𝗣𝗥𝝝𝗧𝗘𝗖𝗧𝗜𝝝𝗡  |  ᴾᴬᵁᴸ  ᴸᴬᴴᴼᵀᴱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora