9. Los Sardelli

936 101 138
                                        



El ruido de la fiesta había quedado atrás, Guido y yo caminábamos en silencio, pero a cada paso que daba el nudo en mi garganta crecía más y más. Hasta que finalmente no pude seguir caminando, todavía sentía los detalles de aquella conversación hacer eco bajo mi piel. Me apoyé contra la pared, tratando de ordenar el tumulto de emociones que gobernaban mi cabeza. Guido estaba ahí, a unos pasos, mirándome como si el mundo no le pesara en lo más mínimo.

No supe en qué momento empecé a llorar, pero una vez sucedió, aquella piedra que sentía en mi pecho hizo que se me hiciera casi imposible respirar. Guido no emitió sonido, no hizo ni el intento de acercarse, pero en su mirada se denotaba impotencia. Cómo si no tuviera las herramientas sociales para sobrellevar ésta situación. Cómo si quisiera consolarme pero no tuviera la menor idea de cómo empezar a hacerlo.

—¿Querés hacer algo? —preguntó una vez mi llanto finalmente se detuvo, con un semblante impasible. Lo miré de reojo. Cualquier otra persona me habría parecido fuera de lugar preguntando eso justo ahora. Pero él no.

—Quiero estar tranquila un rato —respondí, bajando la voz, cerrando mis ojos fuertemente, en un intento de calmar todo lo que había vivido ésta noche, que aún estaba lejos de terminar. —. Solo eso.

—Vení —Murmuró de pronto, obligándome a mirarlo, yo esbocé una mueca de confusión, mientras lo notaba acercarse a paso calmado. —. Te voy a llevar a un lugar para que puedas respirar.

Dudé, por una milésima de segundo. Algo en su forma de decirlo me inquietaba, pero terminé extendiendo la mano. Había algo en él que me empujaba a confiar, aunque no supiera por qué.

Lo que no esperaba era que, de repente, me levantara como si no pesara nada y me cargara sobre sus hombros.

—¿Qué hacés? —alcancé a cuestionar, con el corazón golpeando violentamente contra mi pecho de un momento a otro.

—Tranquila —murmuró, y aunque no podía ver su rostro, podía sentir su sonrisa juguetona instaurarse en sus labios. —Tenés que confiar en mí.

Y entonces empezó a escalar por la pared del edificio. Como si fuera lo más normal del mundo.

El viento me pegaba en la cara, el vértigo me nublaba el juicio, pero me quedé en silencio. No sé si por miedo o por asombro. Sentía que, mientras él me sostuviera, nada podía pasarme.

Cuando llegamos a la terraza, me dejó en el suelo con una suavidad que me desconcertó todavía más. Me tomé un segundo para respirar y mirar alrededor. Desde ahí, las luces de la ciudad se veían tan vívidas que mi mirada se quedó pegada a ellas por un largo rato.

Guido se sentó en el borde, con la vista perdida en las luces.

—Yo no escondo lo que soy...pero a veces siento que la gente está negada a ver —dijo, como si hablara para sí—. Por eso no todos pueden verme.

—¿Y yo sí puedo? —pregunté, sin pensar demasiado.

Él no respondió. Solo me miró por un momento, con esos ojos oscuros que parecían leerme entera. Me senté a su lado, sintiendo el frío del concreto bajo las piernas. Él, en un gesto que me tomó por sorpresa, rodeó mis hombros con su brazo, tironeando de mi cuerpo hasta dejar mi cabeza recostada en su hombro.

Suspiré con suavidad de inmediato, su perfume volvió a invadirme pero ya no me sentía ebria, sinó en paz. Me preguntaba si eso también podía controlarlo o si ésta era la sensación genuina de estar a su lado sin un encantamiento.

—¿Qué estás sintiendo ahora? —preguntó de pronto, cómo si no lo supiera, cómo si realmente mi libre albedrío fuera tal. Lo cual no hizo otra cosa más que aumentar mis dudas sobre aquello.

ESTADO SALVAJE - GUIDO SARDELLI | AIRBAGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora