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El día siguiente amaneció con una luz grisácea colándose por las ventanas de la mansión, como si incluso el sol se negara a brillar en ese rincón podrido del mundo. Gi-hun se despertó con el cuerpo pesado, más de lo normal, con los párpados hinchados y una presión en la frente que le hacía sentir que el mundo giraba en círculos apenas abría los ojos. No hubo tiempo para procesarlo. No hubo espacio para descanso. Una orden fría de In-ho, tan indiferente como siempre, lo obligó a levantarse de la cama, vestirse con el uniforme de sirviente y "retomar sus deberes" como si su cuerpo no estuviera quebrado, como si no llevara una guerra gestándose en el vientre, como si no estuviera embarazado del monstruo que lo obligaba a sonreír mientras le destruía la vida.
El uniforme le apretaba. La falda que antes le quedaba suelto, ahora le rozaba incómodo el abdomen inflamado, como si la tela misma supiera que algo dentro de él estaba creciendo. Apenas podía caminar derecho sin que las arcadas le subieran por la garganta. Cada paso por los largos pasillos era un acto de resistencia, cada bandeja que cargaba con tazas de porcelana y copas de vino era una amenaza constante de desmayo. Pero nadie decía nada. Nadie lo miraba. O si lo hacían, apartaban los ojos como si el dolor de Gi-hun fuera un pecado que preferían ignorar.
Su estómago se revolvía desde la mañana. No pudo probar bocado en el desayuno, y aun así, In-ho lo obligó a seguir. A servir. A estar de pie. A limpiar. A agacharse cuando le temblaban las piernas. A sonreír en medio de las náuseas. Varias veces tuvo que detenerse en los baños de servicio, apoyarse contra los lavamanos con las manos sudorosas, respirando hondo para no vomitar justo allí. Pero el asco seguía. El calor sofocante. La angustia que le envolvía el pecho con garras filosas. El malestar era físico, sí, pero también era mental, emocional, visceral. Cada rincón de la casa le recordaba lo que había perdido. Su dignidad, su libertad... su voluntad.
El dolor en la parte baja del vientre se intensificó con el paso de las horas. Sentía punzadas agudas, latidos incómodos que se acentuaban cada vez que cargaba peso o se agachaba demasiado rápido. Tuvo que sostenerse de las paredes más de una vez. Se mareaba con facilidad. Todo se volvía blanco a su alrededor por segundos y luego el mundo regresaba como un golpe. Aun así, siguió. Como un perro obediente. Como un esclavo. Porque In-ho lo observaba desde las sombras. Siempre había una mirada puesta sobre él, incluso cuando no lo veía directamente.
Y llegó la noche. Finalmente. Pero no hubo descanso.
El día entero había sido un suplicio, una tortura continua disfrazada de rutina. Gi-hun volvió a su habitación con los brazos doloridos, la espalda ardiendo, los pies al borde de colapsar. Apenas cerró la puerta detrás de él, se dejó caer en el suelo como un trapo usado. El uniforme estaba empapado de sudor. Su piel, pegajosa. El olor a detergente y a productos de limpieza aún lo perseguía. Pero lo peor era la sensación en su vientre. Esa opresión interna, ese bulto que aún no se notaba a la vista pero que se sentía como una presencia invasiva, como si algo se aferrara a su cuerpo sin pedir permiso. Como si el infierno no estuviera afuera... sino dentro de él.