Desde que fue dejado en un orfanato por Albus Dumbledore, desde ahí fue que el destino cambio su rumbo.
Fue adoptado por los Dursley, Petunia y Vernon Dursley, y ahora era el hermano adoptivo de Dudley Dursley. Pero preferían llevarse como primos...
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—¿Usted piensa que nosotros lo vamos a seguir?
—Bueno, están obligados.
Dijo el adulto con tono obvio, Harry resopló, teniendo presente el peligro que presentaba si este señor que se hacía llamar su padre se enojaba o lo hacían enojar.
—Siganme, mi esposo estará encantado de conocerte, hijo.
El azabache se sintió algo incómodo, no le agradaba para nada el señor que tenía en frente. Por lo que, para sentirse más seguro, agarró la mano de su primo mientras caminaban por los infinitos pasillos.
—Dud, tengo miedo.
Le dijo susurrando, esperando que el señor no los escuchará. Cosa que, pasó.
—¿Miedo a que, hijo?
—A usted no le hablé, viejo sinvergüenza.
Respondió arrugando su nariz, Tom tuvo que soltar un suspiro para evitar que su paciencia se acabará de una vez. Sabía que tendrá graves problemas con su esposo si este le decía algo a Harry.
—Bien... Esperen aquí unos momentos, iré por mi adorado esposo. Pónganse cómodos y coman algo.
Tom se retiró por un pasillo que conducía a quien sabe dónde; lo primero en lo que Harry y Dudley se fijaron fue en lo bella y costosa que era la sala de estar. Los sillones parecían hechos de un material cómodo y costoso, las mesas tenían bordados dorados hermosos que le daban un toque precioso.
Los cuadros del lugar parecían ser cada vez más viejos, pero aún mantenían su toque. Además, el conjunto de tazas y tetera eran lo más lindo del lugar. Estaban hechas de porcelana junto a unos bordados celestes y plateados.
Los bocadillos se veían apetitosos, eran todo tipo de galletas junto a algunos que otros cupcakes. Toda la comida parecía sacada de un cuento de hadas.
Y eso de por si ya era irreal.
—Harry, aprovechemos a buscar algún lugar para salir... ¡Las ventanas!
Él castaño le señaló los grandes y variados ventanales que decoraban cada rincón de la mansión, por ellos entraba una brisa fresca que hacia mover las blancas cortinas.
—Haber....
Dudley intento abrirlas, utilizando casi toda su fuerza para patearlas, golpearlas, pero nada resultaba. Parecían ser intocables.
O, mejor dicho, estaban cubiertas por un hechizo.
—Ay...
Se quejó el azabache al sentir como el dolor de cabeza que había sentido hacia una hora volvía, está vez aún más doloroso. Haciendo que se tambaleara.
Una corriente eléctrica lo envolvió por todo su cuerpo, el sentimiento y las ganas de salir del lugar solo hacían que su cuerpo se estremeciera.