Levítico.

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Personados en el Cuartel de la Guardia Civil del pueblo, nos remitieron al Inspector Sarmiento, que se había hecho cargo de todos los expedientes y casos del Inspector Gonzávez cuando este se retiró, cinco años antes.

Tuvimos una charla muy interesante con él, y tras escuchar mi confesión completa, me tomó por un triste loco y me sacó informes y datos: según las investigaciones de la policía se habían encontrado los huesos de un varón de 32 años fallecido hacía ahora 40 años, cuyo análisis posterior confirmó que se trataba de un ciudadano de Rumanía llamado Razvan Dobrescu. Me dio el teléfono y la dirección del ex-inspector Gonzálvez, y se excusó con exceso de trabajo para quitársenos de encima.

Comimos en un restaurante cercano y fuimos a visitar a Gonzálvez. Ya no vivía allí pero por suerte su número de móvil era el mismo que nos había dado Sarmiento. Ahora vivía en un Hogar par la Tercera Edad, que es como denominan ahora a los asilos de ancianos.

"Buenos días, Señor Gonzálvez", le saludamos. "Yo era el dueño de la finca donde encontraron a Razvan Dobrescu".

"Ah, sí", dijo él, animándose bastante. "Ya me dijo mi substituto que vendrían ustedes a hablar conmigo. Pero siéntense, por favor. ¿Quieren ustedes tomarse algo?"

Nos insistió ante nuestra negativa cortés:

"Es que yo a estas horas me tomo un cafetito, y no me gusta tomar nada solo. ¿De verdad no les gustaría acompañarme?"

Ante su insistencia pedimos dos cafés. También nosotros acabábamos de comer.

"Verá, Ernesto: le buscamos a usted por todas partes, y no aparecía. Para agilizar la búsqueda le declaramos prófugo, pero ni aún así lo encontramos. Se le perdió la pista en Rusia. Pero en realidad nada le incriminaba. Usted era el dueño del sitio donde enterraron a aquel pobre hombre. Lo más probable es que usted no supiera nada. Cuando apareció el hermano del fallecido y nos habló de los negocios de Razvan con la mafia de la inmigración ilegal nos inclinamos por un ajuste de cuentas y dimos carpetazo al asunto".

"Verá, inspector...", comencé.

"No soy inspector ya", me interrumpió.

"Vale, señor Gonzálvez. Pero tengo algo que contarle".

"Le escucho", dijo él haciéndose de nuevas. Seguramente Sarmiento le habría ya puesto al corriente de mi extraña historia.

"Yo maté a una persona y la enterré en aquel lugar".

"¿Conocía usted a Razvan Dobrescu? Puede contármelo: no trabajo ya para la policía y ese asesinato prescribió hace años. Pero me gustaría saber en qué me equivoqué".

"Es que no maté a esa persona".

"¿Cómo dice?"

"Era una mujer. Eva Petrova. Murió accidentalmente y me asusté y la enterré allí mismo, en mi naranjal".

"Eva..., me suena. Pero no se llamaba Petrova. Me suena una Eva. Me suena, pero no sé de qué. Podrían volver ustedes a ver a Sarmiento..., pero no, era mi caso, así que me gustaría ir yo con un ustedes a ver a Sarmiento".

"¿Puede usted salir de aquí a voluntad?"

¿Y por qué no? ¿Cree usted que esto es una cárcel? La vejez no es un delito, señor mío, sino un privilegio. Venga, vámonos".

Cuando llegamos a la comisaría, Sarmiento se alegró de ver a su predecesor en el cargo, y puso a su disposición todos los medios de la comisaría.

"Mire, Ernesto: aquí está su ficha", me dijo. Nos mostró la información que aparecía en una pantalla de ordenador.

"Fíjense: su hermana Eva", le dijo a Olga, "Fue recogida por un coche patrulla de la Guardia Civil en estado lamentable, llena de sangre, de tierra, y totalmente desnuda. Se cree que fue apaleada y tirada en un barrizal. Estuvo un mes en el hospital. Luego se le dio de alta y desapareció".

Una historia sagrada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora