El vagabundo y las universitarias 7: La política

5.7K 14 1
                                    


Los dedos me pesan mientras escribo esto. A pesar de que las chicas siguen acudiendo a mí, cada día estoy más solo, cada día estoy más incomunicado. La situación me recuerda a un proceso que se daba en cada lugar de estudio en el que he estado, en cada trabajo que he tenido: al principio, soy uno más. Pero, en cuanto mis compañeros notaban mis rarezas y se iban haciendo los grupitos, me quedaba fuera. Era aquel extraño que molestaba solo con su presencia, aquel desclasado que les recordaba que el mundo no era de color de rosa. Hoy, miro hacia atrás, y siento deseos de estrangular a esas personas. De no haber sido por ellas, probablemente no habría acabado en esta situación. 

Estoy siendo errático, lo sé. Estoy siendo confuso, estoy siendo desagradable, estoy siendo un imbécil. ¡Lo sé, lo sé! ¡¿Creéis que no sé que soy un imbécil!? 

Perdonad. Estoy... estoy a punto de desfallecer por la presión, por la culpabilidad, por el recuerdo de mi propia perversidad y de lo contingente de mi existencia. Durante el tiempo en que no he estado escribiendo, he seguido cumpliendo mis funciones como prostituto particular de estas muchachas, pero ya sin entusiasmo ninguno. Hasta he sufrido algún gatillazo, para mi vergüenza y para el regocijo de estas perversas universitarias.

¿Qué más puedo decir? Nada. Que, como cuando estaba en una relación con la víbora de mi mujer, me limitaba ahora a pasar el tiempo, a vivir el día a día sin plantearme cómo salir de allí, porque no veía una salida. Estaba demasiado acomodado, estaba demasiado tranquilo. Tal vez, pese a mi supuesta alma de poeta, siempre he sido un conformista. 

Pero, en fin, sé a lo que habéis venido. A por la carnaza. Gracias por haber dejado que me desahogue antes. 

La historia que voy a contar sucedió ayer. Estaba, como podréis imaginar, en mi habitación. Últimamente, no me gustaba salir demasiado de allí, y las chicas ya me llamaban cuando lo necesitaban. Por ello, cuando oí que unos nudillos golpeaban la puerta, me incorporé con desgana pero sin preocupación, pensando que sería otra adolescente más a la que distraer de su mierda de vida. Cuando vi que Amaia abría la puerta, sentí un escalofrío. 

-Hola, garrapata. ¿Estás ocupado? Bueno, en verdad me da igual. Vente conmigo, anda. O, mejor dicho... con nosotras.

Nosotras. Esa palabra, tan ambigua, debería haberme hecho pensar en Aura, en Andrea. Pero su tono de voz, especialmente gélido y autoritario, no dejaba lugar a dudas. Iba a visitar otra vez a la directora de ese lugar. 

Entendéis que no esté entusiasmado por contarlo, ¿verdad?

Ni siquiera el top ajustado que llevaba esa diosa rubia me consolaba, ni siquiera ese ombligo juguetón y pizpireto podía distraerme del hecho de que tendría que volver a verme con la dueña de aquel lugar y sus gentes. Seguí a Amaia con las piernas tiesas y arrastrando los pies, serio y con el ceño fruncido. 

Observé que ella tampoco parecía muy entusiasmada. 

-Quieres ser como ella, ¿no?-pregunté, intentando empatizar. No se lo tomó bien. 

-¿Qué estás diciendo, insecto? 

Ignoré sus comentarios, que ya no podían dañarme. 

-Estoy diciendo que a ti te gustaría ser la que más manda de este lugar, ¿no? Y a veces lo consigues, claro, cuando no está Cayetana delante. 

Relatos eróticosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora