Pasó una semana desde el asunto con la limpiadora, sin que nadie me lo recriminara ni volviera a encontrarme con ella. Quién sabe, tal vez siguió mi consejo y se metió a puta. La idea de tener un efecto tan dramático en la vida de una persona me agradaba, y volví a una relativa normalidad durante los días siguientes, sin pensar apenas en Roberta ni en lo que le había hecho.
Al menos, cuando Aura no se empeñaba en recordármelo.
Qué niña más buena, qué bonita niña. Ella, a la que me encontré en alguna ocasión, no paraba de retuitear la foto de su desaparición y de colgar carteles en todas las facultades de la universidad.
-Tiene que estar en algún sitio-me decía esa aparición angelical, sollozando y con una sonrisilla-. Seguro que en este momento está sola y desamparada, y... ya sabes, yo solo quiero pedirle perdón. Quiero asegurarle que todo va a estar bien, aunque... bueno, aunque no lo sepa. Aunque tenga todo el derecho a estar enfadada por lo que le hicimos.
Yo solía consolarla dándole palmaditas en la cabeza y la animaba, simplemente para que se callara. Esa muchacha, esa bella muchacha... cuántas ganas tenía de mudarme con ella lejos de aquí, de dejar atrás este mundo.
Pero, aunque dejáramos la residencia atrás, el cambio era permanente. El cambio dentro de mí. Y es que había notado que, mientras me follaba a esas chicas, lo hacía con cada vez más dureza, con más despreocupación por su placer. Aunque no llegué a abusar de ninguna, encontraba la forma de desobedecer sus indicaciones, de romper sus límites. Alguna se quejó, pero me importó una mierda. Esas quejas, incluso, me enorgullecieron.
Seguí escribiendo relatos eróticos y avanzando en mis novelas, en una huida hacia delante y un intento de distraer mi mente. Por un momento, pensé que ya lo había olvidado todo, que había conseguido librarme de mis demonios y asimilarlos dentro de mí. No sabía lo equivocado que estaba.
Me enteré, sin embargo, cuando escuché unos golpes en mi habitación. El día anterior, ninguna mujer había yacido conmigo, lo que me había puesto la mosca detrás de la oreja. ¿Iban a prescindir de mi presencia aquí, como decía la perversa Cayetana, o me reservaban para algo más?
Ver a Andrea me tranquilizó, sobre todo en esos leggins y ese top deportivo que reavivaron el fuego de mis genitales. Me acerqué a ella y le di dos besos.
-A ver si nos vemos más, guapa. Que, desde que tienes novio, apenas me visitas...
Ella me golpeó el hombro, todavía ruda y agresiva, pero con cariño.
-Bueno, no te quejes, que hoy te vas a poner morado, como decís los españoletes. Anda, ven conmigo, que Amaia requiere tus servicios.
Amaia. Nombre angelical, nombre diabólico. Mi nerviosismo debió de ser visible, porque Andrea soltó una carcajada al observarlo.
-Venga, no te preocupes. Es un juego bastante interesante, algún año lo hemos hecho con los chavales de otras residencias durante las novatadas. Estoy seguro de que te encantará.
Me guiñó el ojo, dándome una palmada en el culo que yo correspondí.
-Qué misterio, qué misterio... ¿y cómo se le ha ocurrido esa idea?
-Estábamos borrachas y aburridas. ¿Cómo se le va a ocurrir?
Me encogí de hombros, fingiendo que daba por buena su respuesta. Pero, aunque había visto menos veces a Amaia que ella, la conocía mejor que todas sus amigas juntas. Y sabía que nunca deja algo al azar: si me estaba llamando, era por algo. Y por algo importante.
