¿Cómo vivir con uno mismo cuando lo que te has dicho constantemente para mantenerte cuerdo se ha convertido en una mentira? No lo sabía. Sigo sin saberlo, en realidad. Después del crimen abyecto que había cometido, supe que jamás podría volver a quejarme amargamente de la injusticia a la que había estado sometido por las circunstancias terrenales o las conspiraciones angélicas urdidas contra mí. Yo, al menos, no había muerto antes de cumplir los veinte años.
Permanecí unas horas mirando al techo, completamente ensimismado, y pensando en todo lo que había visto. Hasta los lugares más respetables, pensé, tienen un montón de mierda detrás. Un montón de mierda que me había salpicado a mí. ¡A mí, que me había creído el Gran Satán, seductor y corruptor de esas muchachas! Y no era más que un diablillo en un infierno que me quedaba grande.
Intenté llorar un poco pero, sorprendentemente, no me salían las lágrimas. Estaba demasiado aturdido y, francamente, sabía que el llanto sería un insulto hacia esa chica. Me imaginé a su espectro, hinchado y arrugado por el agua donde iba a terminar, preguntándome por qué no había llorado mientras la violaba por segunda vez.
Tardé en dormirme y, cuando lo hice, soñé con la horrible voz de Cayetana animándome a que cometiera más crímenes. Ni siquiera la deseaba tanto como a Amaia, tal era mi repulsión. Lo que no quiere decir que no me la habría follado de haber podido, claro.
Pasé los siguientes días en un estado prácticamente catatónico, cumpliendo como varón frente a mis pretendientes por mera cuestión de orgullo, pero sin ninguna pasión en mi servidumbre conyugal. Y ellas, creo, lo notaban.
Durante aquellos días, todos mis motivos de orgullo (viriles, creativos, de cualquier otra índole) dejaron paso a una autoflagelación infecta y destructiva. La cosa no hizo sino ir a peor.
Por las mañanas, cuando la mayoría de las chicas estaban en clase, caminaba sin rumbo por la residencia, con ojos abiertos e inyectados en sangre. En ese momento, solo quería que el edificio me cayera encima, aunque no tuviera los cojones de acabar yo mismo con mi existencia. Así pasé cerca de una semana, hasta que comprendí que tendría que proseguir con mi vida. Lo hecho, hecho estaba. Peores hombres que yo habían seguido con su existencia. Por lo general, los monstruos se olvidan momentáneamente de que lo son, y no pensaba ser una excepción.
El día en que volví a echar un polvo, estaba llevando a cabo uno de mis paseos matutinos, con la cabeza hecha un bombo y con los cojones cargados. Era sorprendente cómo podía haber pasado meses sin mojar la sardina durante mi periodo de indigencia pero, en cuanto me acostumbré a ello, me sentía frustrado, acomplejado y confuso por no haberlo hecho en tres días. ¡Cuándo podrán saciarse los voraces deseos del hombre!
Ese día, iba diciendo, caminaba frustrado y pensando que aquellas chicas se habían olvidado ya de mí. Aura estaba de viaje con su familia, Andrea tenía un nuevo novio que al parecer sí la satisfacía en la cama, y Amaia había evitado mi mirada durante las escasas ocasiones en las que nos habíamos cruzado. Nerea estaba organizando una campaña viral para localizar a Roberta, ignorante del destino que había corrido. Eso reavivó brevemente mis esperanzas en aquellas muchachas, y me hizo odiar más aún a Amaia y a la directora en comparación.
Y el resto de chicas estaban ocupadas con... a saber. No podía controlar tampoco a todo el mundo, y en esos momentos solo quería morirme. El sexo era mi única distracción, mi único consuelo. Y rabiaba por no tenerlo.
