Lamento no haber podido escribir estos meses. He pasado un tiempo escribiendo mi gran obra maestra y luego tirándola a la basura, y además no han pasado grandes cosas desde entonces. Hasta hace un par de semanas, esto es.
Han sido unos meses agradables, en los que he podido disfrutar de las mieles de las jovencitas más exclusivas de todo Madrid. También he redescubierto las bondades del agua caliente y el jabón, y lo agradable que es tener un libro siempre a mano, pero he de admitir que mi pretendido harén de universitarias no ha recurrido a mis servicios tan a menudo como yo hubiera querido. Fui una novedad interesante para ella, pero pronto volvieron a sus estudios y a sus novios.
Aura vino a verme un par de veces, sospecho que más para ver cómo estaba que para gozar de mi cuerpo. Cuando quiere yacer conmigo, sin embargo, solemos disfrutar bastante. Con ella, no me siento como un objeto ni como un perdedor (¡qué espantosa palabra! ¿No perdió nunca el que la inventó?), sino como un amante. Sin embargo, su dulzura hogareña no puede comprarse con el ardor que me provoca su jefa, Amaia.
Ha venido aquí un par de veces, guiando a alguna compañera tímida o para comprobar que no haga nada extraño, pero no he vuelto a gozar de su boca ni de ninguna otra parte de su cuerpo. Esa belleza rubia me observa siempre desde una atalaya de superioridad que, lejos de ofenderme, me resulta excitante. Algún día, apuntad mis palabras, treparé por la torre que nos separa hasta aferrarme a sus pechos. Aún no.
En cuanto a la perra de Andrea, hasta hace poco, ni siquiera había vuelto a verla. Ahí es cuando se pone interesante... y eso es lo que os gusta a vosotros, ¿a que sí, guarros? Por eso no he escrito en estos meses. Porque sé que vosotros no queréis saber de mis sentimientos, no queréis saber de mi vida o mis inquietudes. Queréis carnaza, queréis morbo, como todos. Como ellas.
Bien, pues lo tendréis.
Esa noche, acababa de escribir un capítulo de mi novela inacabada cuando oí un ruido afuera. Normalmente, no me preocuparía: todos los fines de semana llegan muchachas ebrias, y es entonces cuando suelo tener más trabajo. Pero esta vez no era solo un taconeo o un tropiezo, sino también un llanto amargo, realmente perturbador. Por ello, salí de mi guarida aún con el pijama que me habían comprado las muchachas, y entonces la vi. Andrea. La perra de Andrea. La que peor me había tratado.
Debo admitir que, aunque me preocuparon sus lágrimas, lo primero en que me fijé fueron sus curvas, acentuadas por el vestido corto que llevaba. Me pregunté, salivando, cómo no se habría muerto de frío en aquel pedazo de tela negra que dejaba al descubierto un escote generoso y sugerente, dos piernas entrenadas de yegua, unos muslos que parecían capaces de partir melones. Su rostro enrojecido y su moño improvisado de negrura tristeza, sin embargo, me devolvieron a la realidad.
-Joder, es el perdedor...
¡Otra vez esa maldita palabreja!
-Bueno, yo iba a consolarte o a preguntarte qué tal estabas... pero, en fin, ya se ve que no me necesitas. Me vuelvo a mi habitación.
Parecía tan pequeña en ese pasillo, tan indefensa, cuando extendió el brazo hacia mí...
-Espera, espera, lo... lo siento. Me ha dicho Aura que eres un tío guay. Mira, es que... estoy confusa y...-sollozó-... y triste. ¡Ese cabrón, ese puto pendejo!
Le puse la mano en el hombro, sintiendo su cálido sudor. Entonces, hizo algo que jamás habría esperado: me abrazó. Su pequeño bolso me golpeó el hombro cuando sus pechos rozaron mi abdomen. Sus pezones picudos despertaron en mí no solo una tierna comprensión, sino una erección de caballo. Pero me contuve: estaba tan sola, tan triste, tan temblorosa...
