El vagabundo y las universitarias 2

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Las tres chicas me guiaron a través de una puerta trasera. 

-No debe verte la directora-explicó Aura, poniéndome en el hombro la mano que hace poco masajeaba mi miembro-. Es permisiva con las novatadas, pero no le gusta la gente de fuera. 

Asentí: la fruta de lo prohibido era la más jugosa. Aun así, seguía dubitativo, preocupado por la pobre chica a la que le íbamos a arruinar la época universitaria, y quién sabe si toda la vida. 

Me introdujeron en ese laberíntico edificio y recorrimos unos pasillos especialmente limpios, especialmente asépticos. Me encontraba en un decorado de película idílico, en un microclima que solo podía existir gracias a una gran cantidad de dinero de los padres y tal vez de los contribuyentes. Pensé que un solo euro de mi dinero podía haber ido a ese nido de pijos y me estremecí, preso de furia proletaria. 

Llegamos hasta una puerta llamativa de madera, ante la que agaché la cabeza. Amaia, la líder de ese grupillo y tal vez de todas las alumnas, me dio una cachetada y me hizo a un lado, poniendo la mano sobre el pomo de la puerta. 

-Hoy es tu día de suerte, pordiosero. Prepárate para tu primer plano. 

-Seguro que le da un gatillazo-insistió la malvada Andrea. Fruncí el ceño, gruñendo, y pasé por la puerta para encontrarme con el espectáculo más bello que hubiera visto en mi vida.  

Eran unas cincuenta chicas, todas ataviadas con un extraño uniforme, una suerte de negro hábito religioso con capucha que cubría sus cuerpos y sus caras. Sin embargo, hasta un ciego habría podido apreciar esas curvas desnudas que se sugerían debajo de sus ropajes, además de esas sonrisas ladinas y juveniles. Se encontraban en una especie de auditorio, cada una levantada delante de una silla, y todas sus miradas se posaron sobre nosotros. Delgadas, voluptuosas, en forma, gordas. Daba igual. Todas se emocionaron al vernos. 

Fuimos recibidos por un sonoro aplauso, por silbidos y cuchicheos. 

-¡Ya nos echabais de menos, guarras!-gritó Amaia, extendiendo sus brazos con soltura y arrogancia-. ¡Aquí os traemos el último ingrediente, lo único que nos faltaba para completar la ceremonia! ¡Esta noche se acaban las novatadas... y os vamos a dar un espectáculo que nunca olvidaréis! 

Otro aplauso. Gritos, entusiasmo. Me sentí como un futbolista al seguir a mis tres secuestradoras a lo largo de ese pasillo... y como un miserable al ver lo que había en el escenario. 

Se trataba de una muchacha atrapada en una picota, cuyo rostro recubierto de pecas estaba enrojecido por la vergüenza y el miedo. Sus ricitos pelirrojos eran adorables y, aunque con algo de sobrepeso, sus tetas bien compensaban por esa carencia. Ojos verdes, naricita chata y mona. Y lágrimas, multitud de lágrimas que caían por sus mejillas al verme. No sabía qué se había esperado por haber fallado las novatadas, pero supe que yo era peor de lo que se esperaba. 

Me dirigí hacia ella, hipnotizado por esas ubres que se bamboleaban con cada uno de sus intentos de zafarse. Me gustaría decir que, ya lejos del cuchillo, traté de huir o de negarme a la barbaridad que estaba a punto de cometer. Sin embargo, había aceptado que mi moralidad era un vestigio de un pasado más cómodo, y... y, a decir verdad, había algo en esa situación que me excitaba. La misma pulsión que llevaba a los más afortunados a burlarse de mí cuando me veían pedir dinero, ese mismo impulso de engrandecerse aplastando a los demás. Quería poseerla allí mismo, hacerla sufrir por haber tenido más suerte que yo en la vida. 

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