uro que mi alcoholismo es consecuencia y no causa de mi situación de indigencia. No voy a engañar a nadie y decir que era abstemio antes de hallarme en la calle, pero mi afición a la botella era mucho menos incapacitante cuando tenía mi trabajo de ordenanza y una vida familiar más o menos estable.
¿Cuál es, entonces, la causa de mis infortunios? Sería un cliché echarle la culpa a mi exmujer, que solo la tiene en parte. La culpa la tiene la musa, esa perra desagradecida que me entrega sus frutos solo después de trabajar para extraerlos durante horas, que me obsesiona con esos jugos de brillantez para luego negármelos durante meses. Que me tuvo años escribiendo novelas extraordinarias, obras maestras incluso, que no encontraron su cabida en el mercado editorial. Mi madre (esa zorra) me dijo que, con todo el tiempo que había perdido escribiendo mis novelitas (sic), habría podido estudiar una oposición. Por desgracia para mí, la musa ya me había atrapado con sus vanas promesas, y no había sitio para mí en la vida del rebaño.
A pesar de ello, para saciar esos impulsos sexuales que enturbiaban mi prosa, me casé con una mujer.
Tuvimos una convivencia relativamente plácida durante los primeros años, aunque nuestra forma de ser era bastante opuesta. Mientras yo desataba mis perversiones en el papel, tuvimos un hijo y mantuvimos una fachada discreta de normalidad.
Pero resulta que, para una mujer que sobrepasa los cuarenta, la cartera es más importante que los orgasmos. Ya me había recriminado mi falta de ambición y mi absurda vocación literaria, que según ella debía haber intercambiado por un segundo trabajo, por inversiones en criptomonedas o por, de nuevo, unas oposiciones. Poco entendía esa mujer que el hombre no vive para trabajar y subsistir, sino para contemplar el mundo y tratar de dominarlo. Algunos desde la política, otros desde la filosofía y la ciencia. Y yo, humildemente, intentando dar mi insignificante punto de vista desde la literatura.
Eso no pareció convencerle.
Me vi pronto denunciado por violencia de género y con mi hijo volviéndose contra mí. Hay que admitir que siempre, más por desconocimiento de las normas sociales que por maldad, fui un padre distante y tal vez un mal padre, pero no un maltratador. Poco le importó eso al juez. Poco le importó eso a mis supuestos amigos (pocos, en verdad). A mi familia.
Pronto me vi expulsado de mi casa, pagando una pensión imposible de pagar. Más tarde, en la calle. Más tarde, sin trabajo. Y más tarde, ahora sí, enganchado a la bebida.
¿Enganchado a la bebida? Sí, porque era lo único capaz de proporcionarme cierto placer, en un mundo en el que el estatus depende de lo que podamos comprar y de las personas a quienes podamos llevar a la cama. Ni siquiera mi cuaderno y mis novelas tenía ya: no tenía ningún lugar donde pasar la noche ni para guardar los papeles, no tenía dinero para un ordenador. Y, por si fuera poco, mi mente antaño lúcida se había vuelto incapaz de concentrarse durante más de cinco minutos seguidos en un argumento, unos personajes o una sencilla metáfora. El deterioro, el miedo, la paranoia, la envidia... en pequeñas dosis son emociones muy fecundas, pero se convierten en un veneno para la creatividad cuando solo se tiene eso.
Por ello, cuando sucedió esta historia, me dedicaba a vagar por las calles, botella en mano, contemplando con odio y rencor a aquellos cuyas vidas habían discurrido por caminos más agradables que los míos. Antes, la literatura había supuesto una vía de escape para evitar el acecho de mis mezquinos sentimientos. Ahora, sin embargo, solo tenía la bebida, y eso solo me hacía más irascible. Llegué a pensar que la vida no tenía ningún sentido, que nada de lo que hacía importaba.
