12.

138 9 0
                                        

Mi novio y yo nos hemos peleado esta tarde. Hace un par de años, charlando con Dom, recuerdo que una tarde hablamos de relaciones, cuando ninguna de las dos había estado en una todavía. Teníamos muchas opiniones, fueran acertadas o no, coincidiéramos o no.

Estábamos saliendo del cine después de ver una comedia romántica que (ella) había insistido en ver. Dom cogió un puñado de las palomitas que nos habían sobrado.

—¿Sabes lo que nunca podría soportar? —me preguntó.

—¿Qué?

—Ser de esas parejas que discuten en público.

Me reí, asintiendo para darle la razón.

—Yo creo que tienen un fetiche —comenté—. Les gusta que los oigan. Como esas personas que hablan por teléfono cuando van en transporte público, gritando "¿¡puedes oírme?!".

Dom suelta una carcajada.

—¡Literal! En serio, para eso que se vayan a un reality —prosiguió—. Pero a la mínima que un tío me alce la voz, yo me piro.

—Sí, yo igual. Espero que si alguna vez salgo con alguien, no tengamos que llegar a ese punto.

¿Qué pensaría esa Reagan de mí ahora mismo?

Es imposible no preguntármelo cuando me he discutido con mi novio en el aparcamiento del instituto, donde todos podían vernos y oírnos. Eso sí, en algo me equivocaba: no lo he disfrutado. Más bien, ha sido humillante.

No es la primera vez que discutimos, pero creo que esta ha sido la peor. Probablemente tiene algo que ver que la señorita Moreau me haya dicho que, si mis notas no mejoran, tendré que dejar el equipo. Así que me va de pena mental, amorosa y académicamente hablando. Pues todo genial.

Durante el entrenamiento, estoy ausente, pero después de este lo estoy todavía más. En un momento dado, estoy haciendo toques con mi balón (y muy mal, por cierto). Al siguiente, le doy una patada tan fuerte que lo mando a la calle.

Me pregunto "¿Cómo he hecho eso?" cuando vuelve rodando hacia mí, pero no es mi balón. Es el de Anderson. La miro con el ceño fruncido, parándolo con el pie. Lo recojo y me siento frente a la portería, dejándolo a un lado. Estoy llorando en el campo, sola. Vaya una capitana estoy hecha.

—¿Estás...? —la oigo decir, tanteando el terreno—. ¿Estás bien?

Sólo entonces levanto la cabeza. No quiero ni imaginarme el aspecto que debo tener ahora mismo.

—Ni que te importara —le digo, limpiándome la cara.

—Te equivocas. Sí que me importa.

Me la quedo mirando, confundida, pero acabo meneando la cabeza.

—Supongo que ya tienes lo que querías —convengo entonces—. No tendrás que soportarme más aquí. Seguramente tendré que dejar el equipo porque soy un caso perdido.

Ella parece estar a punto de sonreír.

—Si te sirve de consuelo, todos somos un caso perdido.

Acto seguido, se pone en pie y se aleja. Yo río con sarcasmo.

—¿Me vas a dejar sola para que piense en lo que has dicho o algo así?

Pero no tengo otro remedio que callarme cuando vuelve, esta vez con su libro de Psicología, y se sienta delante de mí. Frunzo el ceño al ver que abre el libro y empieza a decir:

—El progreso de las ciencias se produce por múltiples circunstancias, como por ejemplo...

Cierro los ojos y los vuelvo a abrir, impaciente.

Number twenty-one (Reagan's version)Where stories live. Discover now