6 años atrás

10K 892 114
                                    

MILES

Crecí demasiado rápido. No porque quisiera, sino porque no tuve opción. Cuando Gia nació y mi padre no la quiso, supe que me necesitaba más de lo que nadie admitiría, y si yo no estaba ahí para ella, ¿quién más lo estaría?

Mientras otros chicos de mi edad jugaban en el parque o se quejaban de exámenes difíciles, yo aprendí a cocinar con lo poco que encontraba en la despensa. Aprendí a doblar su uniforme para que no fuera a la escuela con la ropa arrugada. Aprendí a contarle historias para que no sintiera miedo cuando la casa se quedaba en silencio.

Pero lo que más me dolía no era la responsabilidad de criar a mi hermana, sino la certeza de que para nuestro padre no éramos más que un estorbo. Nos dejaba dinero en la mesa o incluso a veces le daba dinero a Idalia para que nos alimente mientras él estaba afuera por trabajo. A veces, cuando regresaba, Gia le preguntaba si se quedaría a cenar o si algún día podríamos hacer algo juntos. Y cada vez, su respuesta era la misma: excusas.

Hace cuatro años, todo cambió. Él llegó una noche con una mujer a su lado, una chica de veintitantos años. Se pararon frente a nosotros en la sala, como si fuéramos desconocidos.

—Ella es Deena —dijo mi padre—. Es mi esposa y se quedará con nosotros.

Ella sonrió, pero sus ojos no reflejaban nada. No enojo, no alegría. Solo resignación. Me tomó unos segundos notar lo evidente: estaba embarazada.

Mi estómago se hundió. No solo nos reemplazaba con una nueva familia, sino que había logrado lo que nunca pudo con nosotros: estar presente. Gia y yo nunca habíamos sido suficientes para que se quedara. Nunca habíamos sido suficientes para que nos quisiera.

Desde ese día, la casa dejó de sentirse como nuestra. Deena intentó fingir que le importábamos, pero yo sabía que no. Y mi padre, por primera vez en años, estaba ahí... solo que no para nosotros.

Esa fue la primera vez que pensé en irme. Porque si yo era una carga, entonces Gia también lo era. Y aunque la idea de dejarla sola me partía el alma, sabía que en esa casa nunca seríamos más que un recuerdo incómodo de la familia que él nunca quiso tener.

Pensé muchas veces en trabajar. Lo hacía en las noches, cuando el sueño se me escapaba y el techo de mi habitación se volvía mi única compañía. Planeaba en mi cabeza cómo podría ganar dinero sin dejar de cuidar de Gia, qué trabajos aceptarían a un chico de catorce años sin experiencia y sin tiempo libre. No me importaba lo que tuviera que hacer, mientras pudiera asegurarme de que ella no le faltara nada.

Pero no podía decirle eso a nadie. Ni siquiera a Gia.

Una tarde, mientras ayudaba a Ryker con una tarea en su casa, Idalia, se sentó a mi lado con una mirada preocupada.

—Miles, quiero hablar contigo —dijo con voz suave.

Me tensé de inmediato. La seguí al patio donde se sentó y me ofreció un vaso de jugo.

—Sé que estás pensando en trabajar —continuó—. Pero no deberías.

Ay, Ryker tenía que abrir su boca.

Mi pecho se contrajo. Abrí la boca para decir algo, pero ella negó con la cabeza antes de que pudiera hablar.

—Eres un niño, Miles —susurró—. Lo único que deberías estar haciendo es sacar buenas notas y prepararte para entrar a una buena universidad. Asegurarte un futuro.

Me mordí la lengua con fuerza. Quería decirle que no podía darme ese lujo, que no tenía tiempo para pensar en un futuro cuando el presente me exigía demasiado. Pero ella siguió.

—Si empiezas a preocuparte por cosas que no te corresponden, te vas a perder la oportunidad de tener una vida mejor.

Y ahí fue cuando me derrumbé.

No lloré frente a mi padre cuando nos dijo que se quedaría con Deena. No lloré cuando vi la cuna del bebé que él sí se quedaría a criar. No lloré cuando pasé noches enteras sin dormir, preocupado por cómo hacer que Gia no sintiera el abandono que yo sí sentía.

Pero ahí, con Idalia mirándome como si de verdad le importara lo que me pasaba, las lágrimas comenzaron a caer sin que pudiera detenerlas.

—No puedo —murmuré entre sollozos, sintiendo cómo la voz se me quebraba—. No puedo dejar de preocuparme. No tengo opción. Todo depende de mí... Gia depende de mí.

Idalia no me dijo que me calmara. No intentó decirme que todo estaría bien cuando ambos sabíamos que no era cierto. En su lugar, me abrazó. Un abrazo cálido, real, como el que no recordaba haber recibido en años.

—No estás solo, Miles —susurró—. Yo estoy aquí.

El baloncesto fue mi única escapatoria. No era solo un deporte, ni una actividad extracurricular que sumara puntos en mi expediente académico. Era mi única forma de respirar.

Ryker y yo nos unimos al equipo en la secundaria, y desde el primer entrenamiento supe que esas horas en la cancha serían lo más cercano a la libertad que tendría. Cuando corría por el piso de madera, cuando saltaba para encestar, cuando el sonido del balón rebotando ahogaba mis pensamientos, todo lo demás desaparecía. No había preocupaciones, no había responsabilidades. Solo el juego y yo.

Era la única parte del día en la que no tenía que ser el hermano mayor responsable, el que debía tener todas las respuestas, el que cargaba con más peso del que podía soportar.

Mientras yo estaba en la cancha, Gia se quedaba en casa con Idalia. Siempre la cuidaba mejor de lo que nadie lo había hecho antes, como si fuera su propia hija. No sé si lo hacía porque veía cuánto me esforzaba por Gia o simplemente porque era así, porque tenía un corazón lo suficientemente grande para dar lo que mi propio padre nunca pudo darnos.

Cuando terminábamos los entrenamientos, Ryker y yo salíamos agotados pero con una energía renovada, como si por un par de horas hubiéramos sido solo adolescentes normales. Sabía que, al volver a casa, las preocupaciones me estarían esperando, pero al menos por un instante, sentía que podía con todo.

Y lo mejor era que, al regresar, encontraba a Gia sonriendo, contándome emocionada lo que había hecho con Idalia. Que la había ayudado a hornear galletas. Que le había enseñado a bailar. Que le había cepillado el cabello con tanto cuidado que ni siquiera le dolió.

Que la había tratado como si realmente importara.

Cada vez que veía esa felicidad en su rostro, cada vez que notaba lo diferente que era cuando estaba con alguien que sí la quería, entendía lo que Idalia me había dicho aquel día.

Sabía que no podía durar para siempre.

El baloncesto, los entrenamientos, las pocas horas en las que podía fingir que solo era un chico normal... todo era una distracción temporal. Una ilusión que, tarde o temprano, se rompería.

Porque la realidad siempre encontraba la forma de alcanzarme.

Por mucho que Idalia estuviera ahí para Gia, por mucho que Ryker intentara hacerme olvidar todo por un rato, nada de eso cambiaría lo inevitable. Mi padre no se quedaría para siempre. No cuando ya tenía una nueva familia, un hijo en camino, una vida en la que Gia y yo no encajábamos.

Lo veía en su mirada cuando pasaba por la casa y apenas nos dirigía la palabra. En la forma en que cada vez dejaba más responsabilidades en mis manos sin siquiera preguntarme si podía con ellas.

Algún día, todo esto se saldría de control. Algo iba a romperse, y cuando lo hiciera, sabía que no habría nadie más que yo para recoger los pedazos.

Pero estaría listo.

No importaba cuánto me costara. No importaba si me dolía. Porque si había algo que tenía claro era que no iba a dejar que Gia se hundiera conmigo.

Si mi padre no se quedaba, yo lo haría. Siempre.

Somos ArteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora