🖌 29. Donde el amor se vuelve eternidad

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Me desperté mucho antes de que sonara la alarma. El nudo en mi estómago no me dejaba dormir más. Hoy presentaba mi proyecto final a McCoy, y por más que intentara tranquilizarme, los nervios me tenían a punto de estallar.

No le dije nada sobre lo ansiosa que estaba, pero él lo notó de inmediato. Insistió en ayudarme a llevar mi cuadro hasta dentro de la escuela, y aunque al principio me negué, terminó cargándolo hasta la entrada como si fuera lo más normal del mundo.

Tenía las manos aún temblorosas. Ryker me observó un segundo antes de gritar con su característica confianza:

—¡Tú puedes, Gia! ¡Acaba con él!

No pude evitar sonreír. Inspiré hondo, ajusté el agarre sobre mi cuadro y avancé hacia el edificio.

El pasillo estaba más ruidoso de lo normal, o tal vez solo lo sentía así por el latido acelerado de mi corazón. Sujeté con más fuerza mi cuadro y traté de no pensar en todas las veces que McCoy había destrozado el trabajo de mis compañeros con solo un par de comentarios. No quería ser una de esas personas que salían de su clase con los ojos vidriosos y la moral por el suelo.

Al entrar al aula, noté que varios ya estaban ahí, acomodando sus proyectos con cuidado. Susurraban entre ellos, lanzándose miradas de complicidad o angustia. Me dirigí a mi lugar y coloqué mi cuadro sobre el caballete, respirando hondo para que no se notara cuánto me temblaban las manos.

—Tranquila, lo tienes todo bajo control —murmuré para mí misma, pero no estoy segura de haberlo creído del todo.

—Mi cuadro es una basura al lado del tuyo —dijo Kasia pasando por mi lado y dejando su pintura sobre el caballete de golpe.

—Espero que McCoy entienda tu arte abstracto.

—Si no lo entiende, le diré al director que contrate a tu novio como profesor. Me niego a una mala crítica.

El sonido de la puerta abriéndose de golpe hizo que todos se callaran al instante. McCoy entró con su típica expresión severa y su carpeta bajo el brazo. Caminó hasta el centro de la sala, observándonos con esa mirada afilada que analizaba cada detalle.

—Espero que hayan aprovechado bien estas semanas —dijo, recorriendo el aula con la vista—. Porque no voy a contenerme en mis críticas.

Sentí cómo el estómago se me encogía aún más. Ajusté la postura y mantuve la vista fija en mi cuadro, repitiéndome una y otra vez las palabras de Ryker.

"Tú puedes, Gia. Acaba con él."

Las manos me sudaban, cada vez se acercaba más a mí y los nervios de recibir una mala crítica como a mis compañeros me daba miedo. Cuando McCoy pronunció mi apellido, mi cuerpo entero se tensó. Respiré hondo, intentando calmar el temblor de mis manos antes de girarme hacia mi cuadro. Cada mirada en el aula estaba sobre mí, esperando mi explicación, mi defensa.

Me coloqué junto a la pintura y, con cuidado, deslicé la yema de los dedos por el borde del lienzo, como si eso me ayudara a conectar con mi trabajo y encontrar las palabras adecuadas.

—Mi proyecto es una representación del mar Mediterráneo, específicamente de Capri, Italia —comencé, asegurándome de que mi voz sonara firme a pesar del nudo en mi garganta—. Quise capturar no solo la imagen del lugar, sino también la sensación que evoca, esa mezcla entre lo tangible y lo etéreo, lo real y lo interpretado.

Hice una breve pausa, dejando que mis ojos recorrieran la obra que tanto me había costado crear. Había pasado incontables horas trabajando en ella, ajustando cada fragmento con paciencia obsesiva, asegurándome de que la transición entre la fotografía y la pintura fuera lo más natural posible.

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