IDALIA
Yo fui la única que lloró por ella.
Charlotte nunca quiso ser madre, y cuando supo que estaba embarazada, no fue felicidad lo que la invadió, sino desesperación. Lo vi en sus ojos cuando me lo dijo por primera vez, en la forma en que su voz apenas tembló, como si quisiera convencerse a sí misma de que no era tan grave. Pero lo era. Para ella, lo fue desde el primer momento.
Al principio intenté entenderla. No todas las mujeres sueñan con la maternidad, y eso estaba bien. Pero Charlotte no solo no lo soñaba, sino que lo despreciaba. Su embarazo se convirtió en una sombra que la seguía a todas partes, un recordatorio de una vida que nunca quiso y de la cual no podía escapar.
Le dije que tenía opciones, pero nunca las tomó. En cambio, siguió adelante como si su cuerpo no estuviera cambiando, como si no creciera una vida dentro de ella. Se descuidó de todas las formas posibles, ignoró las recomendaciones médicas, bebió cuando no debía, trasnochó cuando debía descansar. Como si su única manera de enfrentar lo inevitable fuera fingir que no ocurría.
Y entonces, el día llegó.
El parto fue un infierno. Charlotte llegó al hospital demasiado tarde, y su cuerpo, agotado y descuidado, no resistió. Perdió sangre, demasiada. La vi debatirse entre la vida y la muerte, aferrarse a un hilo tan delgado que incluso yo supe, antes de que los médicos lo dijeran, que no lo lograría.
Y luego, se fue.
Sin ver a su hija, sin tocarla, sin darle un solo respiro de amor.
Así que lloré. Lloré por la niña que nunca pidió nacer, y lloré por mi amiga, aunque en el fondo sabía que Charlotte nunca quiso quedarse.
Gia no tuvo la culpa de nada, pero eso no importó. Su padre, demasiado ciego por el dolor, la miró y solo vio lo que había perdido. No la abrazó, no la sostuvo con ternura. No fue un padre.
Nunca lo sería.
Así que fui yo quien la sostuvo primero, fui yo quien le prometió que no estaba sola.
Porque alguien tenía que hacerlo.
Llevé a Gia a casa conmigo. No porque fuera fácil, sino porque no podía dejarla en manos de alguien que no la quería.
Su padre ni siquiera lo discutió. Supongo que, en el fondo, se sintió aliviado. No tuvo que verla cada día, no tuvo que enfrentar el hecho de que su hija existía, respiraba, vivía... mientras Charlotte yacía bajo tierra.
Los primeros días fueron difíciles. No porque Gia diera problemas —era una bebé tranquila, de esas que duermen profundamente y apenas lloran— sino porque la casa se sentía distinta con ella allí. Ryker tenía cuatro años en ese entonces, y desde el primer momento en que la vio, se aferró a ella como si siempre hubiera estado en su vida.
—Es tan pequeñita, mami —me decía, maravillado, mientras la miraba dormir.
Nunca había tenido una hermana, y aunque Gia no lo era, para él daba igual. La adoraba. Se ponía de puntillas para ver su cuna, le susurraba historias que inventaba en el momento y se quedaba a su lado más de lo que yo esperaba.
Miles también la quería, aunque su amor era más silencioso, más complejo. Yo veía el dolor en sus ojos cuando la sostenía. No porque la culpara, sino porque ella era la prueba viviente de algo que nunca existió: el amor de su madre.
Charlotte nunca quiso a Gia, y Miles lo sabía mejor que nadie.
Pero él sí la quería.
Recuerdo la primera vez que la cargó en brazos. No dijo nada, solo la sostuvo con cuidado, como si temiera romperla, y la miró en silencio por un largo rato. Cuando finalmente habló, su voz sonó ronca, como si le costara decirlo.
—Ella no tiene la culpa.
No tuve que preguntar a qué se refería.
Solo asentí.
Y así, por un tiempo, Gia fue nuestra. No oficialmente, no en papeles, pero en lo que importaba. Ryker la veía como su hermana, Miles como alguien a quien proteger.
Y yo... yo la amé porque nadie más lo hizo cuando más lo necesitaba.
Los meses pasaron, y Gia se volvió parte de nuestra rutina sin que nos diéramos cuenta. Aprendí a cargarla con un brazo mientras cocinaba, a interpretar sus llantos antes de que se convirtieran en gritos, a calmarla en las madrugadas cuando el mundo entero dormía y solo nosotras estábamos despiertas.
Ryker seguía fascinado con ella. A veces, cuando yo estaba demasiado cansada, él se sentaba junto a su cuna y le hablaba en susurros, contándole cosas sin sentido que solo él entendía. Decía que le enseñaba a hablar, aunque lo único que Gia hacía era mirarlo con sus enormes ojos curiosos.
Miles, por su parte, nunca hablaba demasiado sobre ella, pero la cuidaba con una devoción que me rompía el alma. No importaba cuánto le doliera la ausencia de su madre, nunca dejó que ese dolor se interpusiera entre él y su hermana.
Había algo en él, en la forma en que la sostenía, que me hacía pensar que en su interior había tomado la decisión de ser el hermano que Gia merecía, incluso cuando el peso de la pérdida seguía sobre sus hombros.
Pero no importaba cuánto intentara protegerla del rechazo, porque tarde o temprano, su padre tenía que aparecer.
Y lo hizo.
Un día, sin previo aviso, apareció en la puerta de mi casa con una expresión que no supe leer. No era rabia, ni dolor, ni amor. Solo una mezcla vacía de todo lo que no se permitía sentir.
—Voy a llevarme a mi hija —dijo, sin rodeos.
No discutí. No porque creyera que era lo mejor, sino porque sabía que no podía retenerla para siempre.
Le entregué a Gia con el corazón encogido, con el miedo de que estuviera cometiendo un error.
Ryker lloró esa noche. No lo hizo frente a mí, pero lo escuché sollozar en su habitación, demasiado pequeño para entender por qué su "hermanita" tenía que irse.
Miles, en cambio, no lloró. Solo se quedó en silencio, con el ceño fruncido, como si en su interior supiera que Gia no estaría bien.
Y no lo estuvo.
Porque cuando se fue de mi casa, Gia dejó de estar en brazos de quienes la amaban. Y terminó en los brazos de un hombre que nunca quiso sostenerla.

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Somos Arte
Teen FictionLa vida amorosa de Gia está por los suelos. Descubrió a su novio engañándola con su mejor amiga, y luego de unas largas vacaciones de verano empieza su último año de preparatoria donde tiene que enfrentarse a esta nueva pareja. Así que para demostra...