🖌 24. Renacimiento en colores

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RYKER

El sonido estridente de mi celular me despertó de golpe, haciendo que mi cabeza retumbara con punzadas dolorosas. Definitivamente, no debí haber bebido. Moví la mano bruscamente en busca del teléfono, pero el contacto con un bulto a mi costado me hizo sobresaltarme.

Me froté los ojos y, entre la confusión, distinguí a Gia dormida plácidamente sobre mi brazo. Con sumo cuidado, me estiré para alcanzar el celular sin despertarla. En la pantalla apareció el nombre del señor Marshal. ¿Tan temprano y ya estaba llamándome? Aun así, contesté.

—Buenos días, muchacho. ¿Podrías venir a mi casa a tomar un café? Necesito hablar contigo.

Cada palabra retumbaba en mi cabeza como si me estuvieran golpeando con un martillo, pero no me importaba. Quizá, al fin, algo bueno saldría de todo esto.

—Sí, claro, voy en seguida.

—Aquí te espero. Ten cuidado, la lluvia ha dejado las calles mojadas.

Colgó, y yo me apresuré a buscar mi mejor ropa. No tenía idea de lo que me iba a decir, pero debía causar una buena impresión.

Un golpe seco resonó en la habitación, y en mi prisa había olvidado por completo a Gia.

—¿Estás viva? —murmuré, inspeccionando su cabeza. Seguía dormida.

Al parecer, había estirado el brazo y su cabeza había caído contra la almohada. Suspiré aliviado y corrí a mi habitación para darme una ducha fría. Al salir, elegí una camisa, un chaleco de tejido ligero y un saco negro. Me miré en el espejo y me peiné lo mejor que pude.

Pipo descansaba panza abajo, con las patas estiradas, completamente ajeno a que mi vida estaba a punto de cambiar.

Bajé corriendo en busca de una pastilla para la resaca. Mientras el café se preparaba, dejé unas tostadas con mermelada en la mesa. Si Gia se despertaba y no me encontraba, ¿se preocuparía? Arranqué una servilleta y le dejé una nota.

Tomé las llaves del auto y salí a toda prisa rumbo a la casa del señor Marshal.

Tal vez había sido un error haber solicitado comprar el museo. No estaba en venta, eso era obvio. ¿En qué estaba pensando?

La ansiedad me carcomía, y no veía la hora de que la enorme casa blanca apareciera ante mí. En cuanto llegué, me estacioné y corrí a tocar la puerta.

La puerta se abrió con un suave rechinido, y un hombre mayor, de semblante serio y traje impecable, apareció en el umbral. Lo reconocí de inmediato; era el mayordomo del señor Marshal, alguien que había trabajado para él durante años.

—El señor Marshal lo está esperando en el comedor —dijo con voz pausada, haciéndose a un lado para dejarme pasar.

Asentí, limpiándome las manos sudorosas contra el pantalón antes de cruzar el umbral. La casa olía a café recién hecho y madera pulida, con su elegancia habitual. Atravesé el pasillo de techos altos y me adentré en el comedor, donde el señor Marshal me esperaba sentado a la cabecera de una mesa de nogal. Frente a él, una taza de café humeante.

—Adelante, muchacho, siéntate —me invitó, señalando la silla frente a él.

—Buenos días. —Hice lo que me indicó y tomé asiento, sin saber exactamente qué esperar.

—Dime, ¿cómo has estado? —preguntó, entrelazando los dedos sobre la mesa. —¿Vas asimilando el duelo?

Su pregunta me tomó por sorpresa. No era un tema que mucha gente mencionara directamente, y no tenía una respuesta preparada.

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