En la cima de la montaña, el aire es más frío y el silencio más ensordecedor. No es solo la nieve la que cae en el descenso, también lo hacen las certezas y los miedos. En el mundo del snowboard, cada salto es un riesgo y cada curva puede cambiarlo...
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La mañana llega con una pesadez que parece más mental que física. La luz del sol, apenas colándose por las cortinas, en lugar de reconfortarme, hace que todo se sienta más denso, como si quisiera subrayar cada pensamiento que intento reprimir.
En cualquier otro día de competencia, estaría despierta antes del amanecer, llena de energía, repasando estrategias, visualizando cada giro y salto que tendría que ejecutar. Pero hoy no. El Frost Summit comienza esta noche, y por primera vez, no siento absolutamente nada.
Y lo peor de todo: no quiero estar ahí.
La emoción que normalmente me impulsa en días como este se ha desvanecido. Ahora es solo un eco lejano, ahogado por una mezcla de vacío y un dolor que no puedo ignorar, no importa cuánto lo intente.
Me quedo en la cama mucho más tiempo de lo que debería, mirando el techo como si fuera la única forma de evitar enfrentar el día. Pero mi cabeza no me da tregua. Cada recuerdo, cada detalle insignificante, me golpea con una fuerza brutal.
Sus risas, sus miradas cómplices, esos gestos que ahora parecen tan obvios. Mi instinto me había gritado que algo estaba mal, pero lo ignoré. Me aferré a la esperanza de que solo eran paranoias, de que estaba viendo fantasmas donde no había nada.
Pero no.
Las piezas del rompecabezas encajaron de la forma más cruel posible. Todo había estado frente a mí, tan claro, y aún así me negué a verlo. ¿Ciega? Quizás. O tal vez solo demasiado ingenua para aceptar la verdad.
Me siento estúpida. No, peor que estúpida: humillada. Días atormentándome, dudando de todo, tratando de encontrar una razón para esa incomodidad que me seguía a todas partes. Y al final, la verdad había estado ahí todo el tiempo, riéndose en mi cara.
Y ahora, tenía que levantarme, fingir que todo está bien, enfrentar no solo la competencia, sino también a ellos. El simple pensamiento de verlos me revuelve el estómago.
Cierro los ojos, buscando un respiro, pero lo único que consigo es revivir la noche anterior.
La nieve bajo mis pies, el aire helado quemándome el rostro mientras las lágrimas se acumulaban detrás de mis ojos.
Y, como si eso no fuera suficiente, está Daxen.
Él no dijo nada. Ni una sola palabra. Solo se quedó allí. No me juzgó, no presionó. Cuando finalmente me ayudó a levantarme, lo hizo con una calma que no esperaba, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera hacerme pedazos. Sus manos firmes, pero cuidadosas, me sostuvieron cuando mi cuerpo ya no pudo más. Y luego, me llevó a casa, en silencio.
Ni una pregunta. Ni un comentario. Cosa que agradecí. No tenía energía ni quería explicar nada, y él no pidió explicaciones.
Pero ahora, la sensación de haberme quebrado frente a Daxen me pesa. Todavía me revuelve el estómago haberme mostrado tan vulnerable, tan expuesta.