En la cima de la montaña, el aire es más frío y el silencio más ensordecedor. No es solo la nieve la que cae en el descenso, también lo hacen las certezas y los miedos. En el mundo del snowboard, cada salto es un riesgo y cada curva puede cambiarlo...
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Mi tabla se desliza suavemente sobre la nieve compacta mientras Daxen camina a mi lado, ajustando las fijaciones de su bota con movimientos metódicos. Sus pasos son medidos, como si cada acción estuviera ensayada de antemano. Desde el momento en que nos asignaron como pareja, la tensión entre nosotros ha sido como una cuerda estirada al límite, a punto de romperse con la menor presión.
El sol refleja su luz sobre la pendiente blanca, creando destellos que parecen imitar la chispa entre nuestras miradas cada vez que cruzamos palabras.
—Vamos a empezar con un descenso completo para medir tiempos y ajustar el ritmo —dice Daxen con un tono autoritario, como si estuviera dictando una orden.
Una de mis cejas se levanta sola. ¿Quién se piensa que es? ¿Mi técnico? Respiro hondo, controlando las ganas de mandarlo a la mierda. En lugar de eso, me cruzo de brazos y lo miro directamente.
—¿Esa es tu idea de entrenamiento? Bajar sin pensar, como si fuéramos autómatas. Necesitamos planificar cada curva antes de lanzarnos como locos.
La sonrisa que se dibuja en su rostro es pura arrogancia, la misma que siempre me ha sacado de quicio. Esa sonrisa que parece decir "sé algo que tú no".
—La estrategia no sirve de nada si no sabes manejar el ritmo de una carrera real —dice con esa seguridad exasperante—. No se trata solo de planear, sino de improvisar.
El tono despreocupado con el que lo dice me enerva.
—Y tampoco sirve de nada si no controlas tu velocidad en los giros —replico, apretando los dientes para contenerme—. Si nos estrellamos, no habrá siguiente fase para nadie.
Él se encoge de hombros como si no le importara mi argumento. Nos miramos con obstinación, como dos rocas enfrentadas en una pendiente, esperando a ver cuál cede primero. Cada uno tiene su propio método, y está claro que nos negamos a entrenar bajo las reglas del otro.
El sonido lejano de otros competidores descendiendo nos envuelve como un recordatorio constante de que el reloj avanza. Mi estómago se tensa, pero no puedo permitirme retroceder ni un paso.
Daxen da un pequeño golpe a su tabla con el pie, como si intentara expulsar algo de nieve. Luego me mira, entre serio y divertido.
—Entonces, Harper, ¿cuál es tu idea? ¿Nos quedamos aquí discutiendo hasta que la nieve se derrita?
—No. Lo que propongo es que analicemos los puntos críticos de la pista antes de tirarnos como unos inconscientes. Al menos así evitamos matarnos en la primera bajada —respondo, señalando la ladera con un movimiento de la mano.
Él sigue mi señal con la mirada, como si realmente considerara mis palabras, pero luego vuelve a sonreír.
—Tienes razón en una cosa: no quiero matarme contigo... pero si no entiendes que a veces hay que confiar en el instinto, vamos a perder.