En la cima de la montaña, el aire es más frío y el silencio más ensordecedor. No es solo la nieve la que cae en el descenso, también lo hacen las certezas y los miedos. En el mundo del snowboard, cada salto es un riesgo y cada curva puede cambiarlo...
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El sonido de la alarma me saca de un sueño demasiado corto. Son las cinco de la mañana, y el frío ya se siente incluso antes de salir de la cama. Es enero, lo que significa que los amaneceres en Deer Valley llegan con un aviso: "Si no puedes con la nieve, vuelve a dormir".
Pero yo nunca me vuelvo a dormir.
Me pongo mis leggings térmicos y la camiseta de manga larga que compré en ese torneo el año pasado. Luego, el gorro tejido azul con pompón y mi chaqueta favorita, la blanca con detalles en dorado que me hace sentir como una campeona incluso antes de pisar la pista. El espejo me devuelve la imagen de una chica de ojos brillantes y mejillas sonrojadas por la calefacción, pero yo sé la verdad.
Hoy no es un día cualquiera. Hoy empiezan los entrenamientos para el Frost Summit.
Cuando llego a la cocina, el aroma a café me da la bienvenida, cortesía de mi hermano, Nate. Siempre madruga antes que yo, no porque le guste, sino porque trabaja como instructor de snowboard para principiantes.
—¿Siquiera lograste descansar? —pregunta con esa mirada que conozco perfectamente, mientras me pasa un vaso.
—Sí, algo —respondo mientras tomo un sorbo.
Nate es el único que entiende lo que significa competir. Me ha visto caer y levantarme tantas veces que perdió la cuenta. Aunque no participa en torneos, siempre ha sido mi apoyo número uno, desde el primer salto que intenté hasta los campeonatos más grandes. Y es el único con quién puedo ser totalmente honesta.
—Liam pasará por ti, ¿no? —añade después de un silencio cómodo, revisando su mochila.
—Sí, como siempre —digo con un ligero encogimiento de hombros. Liam es puntual, fiable... predecible.
Miro la hora y tomo mis cosas. La tabla de snowboard está recostada contra la pared, reluciente y lista. La compré con mis ahorros después de haber usado la misma durante tres años seguidos. Subo la cremallera de mi chaqueta y estoy a punto de salir cuando la puerta se abre de golpe.
Ahí está Liam, con su sonrisa de siempre y el cabello perfecto, como si no acabara de enfrentarse al frío helado de Utah.
—Buenos días, campeona —dice, acercándose para besarme en la frente.
—Buenos días, puntualidad encarnada —respondo con una sonrisa.
Nos dirigimos juntos hacia su camioneta mientras la nieve cruje bajo nuestros pies. El día apenas empieza, pero puedo sentir la electricidad en el aire. Hoy es solo práctica, pero cada segundo cuenta.
El motor de la camioneta ruge al encenderse, calentando poco a poco el aire frío que se filtra por las ventanas. Liam me pasa un termo con más café, siempre preparado con dos cucharadas de azúcar, justo como me gusta. Normalmente no lo consumo en exceso, considerando que ya tomé uno en casa, pero necesito estar lo suficientemente despierta hoy. Es importante.