La calma de los últimos días parecía un presagio engañoso, como si el universo les hubiese dado un respiro antes de arrebatarles el suelo bajo sus pies. La casa de los Pérez estaba llena de vida aquel día, con las risas de los alfas resonando por toda la estancia mientras cargaban cajas, bromeando entre ellos sobre quién era más fuerte o eficiente. Sergio, por su parte, supervisaba la escena desde un rincón con una leve sonrisa, sosteniendo a uno de sus pequeños en brazos mientras el otro descansaba en su cuna.
Había algo hermoso en aquella normalidad, en el bullicio que ahora formaba parte de su día a día. Ver a Carlos y Max discutir sobre la forma correcta de embalar una lámpara, o a Charles aparecer con un pastel que, según él, había hecho para "animar la mudanza", llenaba a Sergio de una calidez que hacía mucho no sentía.
— Deberíamos mudarnos más seguido, si así es como se comportan —bromeó Sergio mientras depositaba un beso en la frente de su bebé, que emitió un leve balbuceo en respuesta.
Carlos giró para mirarlo, con una ceja arqueada y una sonrisa socarrona.
— No te acostumbres. Esto lo hago porque no confío en cómo empacan ellos. —Señaló a Max y Charles con un gesto de la cabeza, provocando una carcajada general.
Todo era perfecto. Por un breve momento, Sergio pensó que quizás la vida realmente estaba comenzando a recompensarlo por todo el dolor pasado. Pero la felicidad es frágil, un cristal que puede romperse con un solo golpe.
Fue entonces cuando escucharon una voz grave alzarse por encima del ruido.
— ¡Quiero hablar con mi hijo!
El tiempo pareció detenerse. Jos Verstappen estaba allí, de pie en el umbral de la puerta, su mirada cargada de odio y resentimiento. Nadie había notado su llegada, pero su presencia era como una sombra oscura que cubría toda la habitación.
— No es el momento, Jos —dijo Max con frialdad, dando un paso hacia él para bloquearle el camino.
— ¿No es el momento? —repitió el hombre con una risa seca, casi delirante. Su mano derecha se movió con rapidez hacia el estuche que llevaba colgado, y antes de que alguien pudiera reaccionar, sacó un arma.
El sonido del disparo fue ensordecedor.
Carlos se giró instintivamente hacia Sergio, solo para verlo tambalearse. La caja que sostenía cayó al suelo con un estruendo, seguida por el cuerpo de Sergio. La sangre comenzó a teñir su camisa, extendiéndose con rapidez.
— ¡Sergio! —gritó Carlos, lanzándose hacia él con el corazón en la garganta.
Max quedó paralizado por un segundo, su mirada dividida entre su padre y el hombre al que aún amaba. Luego, con una fuerza que nadie esperaba, se abalanzó sobre Jos, arrebatándole el arma de las manos y empujándolo contra la pared con una rabia contenida que finalmente había explotado.
— ¡¿Qué demonios has hecho?! —rugió, sus ojos llenos de furia mientras inmovilizaba a su padre con facilidad.
En el suelo, Sergio jadeaba, presionando con ambas manos la herida en su costado. Su rostro estaba pálido, pero su mirada buscaba desesperadamente a alguien. Encontró a Carlos, que estaba arrodillado junto a él, con lágrimas comenzando a llenar sus ojos.
— No... dejes que se acerquen los niños... —murmuró Sergio, su voz apenas un susurro.
— No hables, no gastes energía —le ordenó Carlos, presionando la herida con sus manos temblorosas, como si con eso pudiera detener el flujo de sangre.
Charles apareció al instante, teléfono en mano mientras llamaba a los servicios de emergencia.
— Ya vienen, ya vienen, aguanta, Sergio —dijo con desesperación, pero su voz sonaba distante para Sergio, como si estuviera hundiéndose en un túnel oscuro.
