El pecoso seguía en las nubes, una sensación extraña y cálida le recorría el cuerpo cada vez que recordaba cómo los labios de Carlos se habían amoldado a los suyos frente a Max. Era una mezcla de triunfo y... algo más que no quería admitir. ¿Eso lo hacía su novio? Bueno, técnicamente lo había dicho frente a todo mundo.
—¡Pecas! —La voz del español lo sacó abruptamente de sus pensamientos.
Sergio lo miró de reojo, con esa expresión de fastidio perfectamente ensayada, aunque su corazón diera un pequeño salto al escucharlo.
—¿Qué quieres? —preguntó, torciendo los ojos mientras intentaba no sonrojarse.
—Ya llegamos —respondió Carlos con una sonrisa satisfecha, estacionando la moto frente a la mansión de los Pérez.
—Bueno —replicó Sergio con desdén, mientras se bajaba del vehículo.
Cuando sus pies tocaron el suelo, se quedó ahí, inmóvil por un instante, mirando al español con una mirada intensa que mezclaba algo de duda con determinación. Antes de que pudiera siquiera pensarlo dos veces, se acercó de golpe y lo besó.
Al principio, Carlos no se movió, sorprendido por la iniciativa del pecoso. Pero tan pronto como se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, tomó control de la situación, profundizando el beso mientras lo sujetaba suavemente de la cintura.
Sergio se separó con un leve jadeo, sus mejillas ardiendo y su respiración agitada. Algo en su interior pedía más. Y fue ese deseo, más fuerte que su orgullo, lo que lo llevó a jalar al español de la chaqueta y arrastrarlo hasta una bodega vacía cercana.
—¿Qué haces? —preguntó Carlos, aunque su tono no mostraba objeción alguna.
—Cállate —respondió Sergio con firmeza, cerrando la puerta tras ellos.
Y entonces, bajo la tenue luz de la bodega y entre susurros apenas audibles, todo lo que había estado acumulándose entre ambos finalmente explotó. Cada beso se volvía más profundo, cada caricia más audaz. Sergio dejó de pensar en todo lo que no debía hacer y simplemente se dejó llevar por el calor que lo envolvía, por las manos de Carlos que parecían saber exactamente cómo tocarlo.
Maldita calentura.
Sergio salió de la bodega tambaleándose ligeramente, con una mueca de incomodidad en su rostro. No era solo la leve cojera lo que lo preocupaba, sino el inconfundible aroma de las feromonas que lo rodeaban, marcándolo como el omega de alguien más. De Carlos. Maldijo en voz baja mientras ajustaba su chaqueta, tratando de neutralizar el aroma con un pañuelo impregnado de esencia floral que llevaba siempre en su bolsillo.
No podía dejar que su padre lo oliera.
Si Michael Pérez, un alfa tan protector como imponente, llegaba a captar el aroma de otro alfa en la casa, no solo sospecharía, sino que exigiría respuestas. Y las respuestas eran lo último que Sergio estaba dispuesto a dar.
Carlos, por otro lado, permaneció unos segundos más dentro de la bodega. Observó al pecoso marcharse con esa torpeza adorable que siempre le sacaba una sonrisa. Había algo tan entrañable en cómo Sergio intentaba mantener su orgullo intacto, incluso después de sucumbir completamente a él.
Sin embargo, esa calidez se evaporó en el instante en que su mirada captó una figura conocida a lo lejos.
Jos Verstappen.
El corazón de Carlos dio un vuelco. Podía reconocer esa presencia dominante y desagradable desde cualquier distancia. El patriarca de los Verstappen caminaba con su característico porte frío e intimidante, acompañado de su hijo, Max, quien parecía casi tan irritante como su padre.
