—Es un grosero y un engreído —refunfuñó Sergio con el teléfono pegado a la oreja mientras daba vueltas por su habitación, su bata de seda ondeando con cada movimiento exagerado.
Del otro lado, Charles apenas podía contenerse, riéndose a carcajadas.
—No es ni un grosero ni un engreído —respondió entre risas—. Simplemente te sacó de su habitación. ¿Y no es eso lo que querías? Que alguien te prestara atención.
Sergio se detuvo en seco, frunciendo el ceño mientras miraba su reflejo en el espejo de pie en la esquina. Su mano libre recorrió su cintura de manera inconsciente, como si buscara confirmar algo.
—¡Por supuesto que no quería eso! —exclamó con dramatismo—. Pero, vamos, Charles, admítelo: ¿quién no soñaría con que un modelo irrumpa en su habitación?
—No, Checo. No todos compartimos tus fantasías raras —replicó Charles con una carcajada, pero Sergio apenas lo escuchó, ocupado ahora en admirar las curvas de su cuerpo reflejadas en el cristal.
—Él debería estar agradecido, ¿sabes? —murmuró mientras ajustaba la bata—. Mira esto... todo en mí es un maldito regalo.
Charles soltó un bufido, pero antes de que pudiera replicar, Sergio escuchó un golpe en la puerta. Giró con rapidez hacia el sonido y, al abrir, no pudo evitar soltar un suspiro.
Ahí estaba Carlos, como siempre impecable y serio, con una bandeja de comida en las manos.
—¿Qué quieres? —preguntó Sergio con tono altivo, cruzándose de brazos y alzando una ceja.
Carlos no respondió de inmediato. Simplemente entró con paso firme, dejó la bandeja sobre el escritorio y se apartó unos pasos, como si estuviera haciendo un esfuerzo por no mirar directamente al omega.
—Dejarle su comida —respondió con frialdad.
Sergio lo observó con detenimiento, y algo en esa actitud inexpresiva lo irritó profundamente.
—¿Crees que necesito que me traigas comida? —soltó con sarcasmo, dando un paso hacia él—. Tengo un chofer y un servicio entero para eso.
Carlos levantó la mirada y, por un momento, sus ojos se encontraron. La intensidad de aquellos ojos oscuros lo desarmó, y Sergio sintió un extraño cosquilleo recorriendo su columna.
—No me importa si la comes o no —respondió Carlos con voz grave, aunque su tono parecía más tenso de lo habitual—. Pero deja de actuar como si todo el mundo estuviera aquí para complacerte.
El pecoso entrecerró los ojos, dando otro paso hacia él. Ahora estaban lo suficientemente cerca como para que el aroma de Carlos, ese pino embriagador, lo envolviera por completo.
—Entonces, ¿por qué estás aquí, Carlos? —murmuró, su voz cargada de un desafío que ocultaba mal su vulnerabilidad—. Si no estás para complacerme, ¿qué es lo que quieres?
Carlos apretó los labios, como si estuviera debatiéndose entre lo que debía decir y lo que realmente deseaba responder. Sus ojos recorrieron el rostro de Sergio, bajando lentamente hasta detenerse en sus labios.
—Te dije que estoy aquí para trabajar —contestó, aunque su voz se había vuelto un susurro ronco.
—¿Seguro? —replicó Sergio, inclinándose ligeramente hacia él. Sus dedos, delicados pero firmes, se apoyaron en el pecho del español, empujando apenas para medir su reacción.
Carlos no se movió. Podía sentir el calor de las manos del omega traspasar la tela de su camisa, y ese contacto, aunque mínimo, parecía encender algo dentro de él.
