La mansión tenía un tamaño considerable, demasiado ostentoso para el gusto del español, aunque no podía negar que la arquitectura era impresionante. Las líneas elegantes y los detalles trabajados hablaban de una riqueza antigua, de esas que no necesitaban ostentar demasiado porque ya lo decían todo. Carlos, sin embargo, no era alguien fácilmente impresionable, aunque sí podía reconocer el esfuerzo detrás de aquel diseño.
Cuando el taxi se detuvo frente a la imponente entrada, Carlos pagó al conductor y bajó con un movimiento rápido y seguro. Ajustó su chaqueta antes de entrar, echando un último vistazo a la fachada de la casa. Al cruzar la puerta principal, un aroma particular invadió sus sentidos de inmediato. Ese inconfundible olor dulce y delicado solo podía significar una cosa: había un omega en la casa.
Ah, cierto... casi lo olvido. La familia Pérez tenía reglas muy estrictas sobre el personal que trabajaba para ellos, y una de las principales era que ningún alfa podía ser contratado bajo ninguna circunstancia. Todo por la seguridad del joven pecoso que vivía allí, alguien a quien, evidentemente, protegían con una devoción casi excesiva.
Por eso Carlos había tenido que mentir en sus papeles. En su solicitud, se había presentado como un beta, uno más del montón, asegurándose de que su verdadera naturaleza alfa pasara completamente desapercibida. Era un riesgo, sí, pero uno calculado. No era la primera vez que lidiaba con situaciones así, y confiaba en su capacidad para manejar cualquier inconveniente que pudiera surgir.
Mientras avanzaba por el amplio recibidor, su mirada se desplazó rápidamente por los detalles de la casa: los suelos de mármol pulido, las columnas que sostenían un techo abovedado y los candelabros que iluminaban con una luz cálida y acogedora. A pesar de su naturaleza práctica, no pudo evitar un leve gesto de aprobación. La mansión no solo era lujosa, sino también funcional, diseñada para reflejar poder y comodidad al mismo tiempo.
Un grupo de empleados pasó rápidamente por el pasillo, llevando bandejas de plata y acomodando arreglos florales. Todos parecían betas, tal como se esperaba. Carlos mantuvo una expresión neutra mientras seguía caminando, concentrado en su objetivo. El aroma del omega seguía presente, ligero pero constante, lo que le recordó que tendría que ser especialmente cuidadoso. Aquí no había lugar para errores.
Tenía claro que había llegado más tarde de lo esperado. Seguramente el resto del personal ya se había presentado y había comenzado con sus tareas. Por eso, Carlos decidió buscar al joven omega para cumplir con las formalidades y evaluar con qué tipo de persona tendría que lidiar. Mientras caminaba por los amplios pasillos de la mansión, distraído por los detalles de la decoración, chocó con alguien más bajo que él.
No olió nada particular al principio, así que asumió que no era la persona que estaba buscando.
—Fíjate por dónde caminas, mocoso —soltó con desprecio, mirando al chico que apenas llegaba a su pecho.
El joven levantó la mirada, sus ojos cafés se clavaron en los de Carlos con una mezcla de incredulidad y enojo. Lentamente se ajustó los lentes de sol que llevaba sobre la cabeza, revelando su rostro lleno de pecas. Sergio apenas logró contener un grito de frustración al darse cuenta de que casi derramaba su café por culpa de ese desconocido.
Retrocedió dos pasos y, sin pensarlo mucho, extendió su dedo índice, apuntándolo directamente al pecho de Carlos.
—Cuida tu tono conmigo —dijo con frialdad, sus labios curvados en una mueca de enojo—. Porque si le digo a mi papá, te largas de aquí corriendo.
Carlos sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. "Mierda," pensó, "acabo de llamarle mocoso al hijo de Pérez." Quiso responder, pero se quedó congelado por un momento. Algo extraño comenzó a suceder: el aroma del omega, que antes no había percibido, ahora llenaba el aire con una intensidad casi abrumadora. Era un aroma dulce, una mezcla perfecta de lavanda y miel, tan embriagador que por un segundo olvidó dónde estaba.
