Las mañanas en casa siempre transcurrían de la misma manera, envueltas en una rutina que parecía sostener una frágil normalidad. Mientras revisaba mis tareas sobre la mesa, mi madre hervía agua para el café, cada movimiento medido, casi mecánico. La rutina era nuestra forma de mantener el control en un mundo donde las cosas cambiaban sin previo aviso. Afuera, las calles nevadas y el cielo gris apenas se movían, como si la ciudad misma estuviera congelada en el tiempo.
Con el calor de la taza extendiéndose por mis manos, mi madre rompió el silencio con una pregunta que ya había escuchado demasiadas veces.
—Abril, ¿has visto al errante que trabaja en la tienda del parque? —preguntó en voz baja, como si pronunciar su existencia fuera un riesgo. —Me lo crucé esta mañana. No entiendo cómo permiten que alguien así trabaje allí. Debería estar en otro lugar, haciendo algo más... adecuado para ellos.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de la misma desconfianza que siempre me incomodaba. Aunque los años pasaran, nunca lograba acostumbrarme del todo a esa forma en la que hablaba de los errantes, como si fueran algo menos que humanos.
Todos sabíamos de su existencia. No podíamos ignorarlos; estaban en todas partes, desde la primera gran ola de "regresos" hacía ya cientos años. Vivían entre nosotros, condenados a trabajos que nadie más quería hacer, bajo la constante vigilancia de aquellos que les temían. Pero, por encima de todo, lo que más aterrorizaba a la gente no era convivir con ellos, sino la posibilidad de convertirse en uno.
—¿De verdad te molesta tanto? —respondí, con una incomodidad latente en la voz. Sabía bien lo que pensaba, igual que todos los demás. Para ella, los errantes eran un recordatorio de algo inexplicable, algo que iba en contra de todo lo que conocíamos.
—Por supuesto que me molesta. No son como nosotros, Abril. Y tú deberías tener más cuidado, no querrás meterte en problemas con ellos.
—Si yo muriera, también podría convertirme en uno —murmuré, casi sin pensarlo.
Mi madre dejó caer trapo que sostenía y su rostro se crispó de terror.
—No vuelvas a decir eso, Abril —gritó, con las manos temblorosas mientras se secaba las lágrimas que se asomaban. Como si con ese gesto pudiera borrar lo que acababa de decir. —Eso no te va a pasar. Tú no eres como... esas cosas.
—Lo siento, mamá. No era mi intención —susurré, acercándome para abrazarla. Sentí el peso de la culpa, sabiendo que había tocado un tema demasiado sensible para ella.
Sabía que, en el fondo, su desconfianza hacia los errantes era más una costumbre que un verdadero sentimiento. Los errantes no eran peligrosos, o al menos no lo parecían. Eran diferentes, sí, pero nadie comprendía por qué volvían tras la muerte. Solo sabíamos que lo hacían, y que caminaban entre nosotros, con esos ojos grises, siempre nublados, como un recordatorio de lo que habían sido.
Después de unos minutos, mi madre dejó de llorar y ambas volvimos a la mesa, siguiendo nuestra rutina diaria. Desayunamos en silencio, preparándonos para nuestros respectivos días: ella se iría al hospital, y yo a mis clases en la universidad. Nos despedimos con una sonrisa, pero el peso de mis palabras seguía ahí, una punzada en el pecho que no se disipaba.
Caminé hacia la parada del autobús, mis botas iban marcando el ritmo sobre la nieve fresca. El frío congelaba mis mejillas, y el murmullo de las conversaciones flotaba en el aire. Un susurro rompió la quietud.
—Mira, ahí va uno de ellos —dijo una voz, apenas audible.
Giré la cabeza, aunque solo alcancé a ver la espalda de un chico. La mujer seguía hablando, sus palabras desaparecieron en el viento. Era la misma conversación de siempre, la misma desaprobación silenciosa que nunca dejaba de rondar.
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Más Allá Del Regreso
RomanceEn un mundo donde algunos regresan de la muerte con esa mirada apagada y la piel pálida que los delata como "errantes", Abril ha crecido rodeada de desconfianza y miedo hacia ellos. En su pequeña ciudad nevada, los errantes apenas consiguen trabajos...