1. El Paréntesis

68 1 7
                                    

Se escuchaba el cantar de los pájaros después de la tormenta caída minutos atrás. Una de aquellas explosivas e intensas que arrasaba con todo, llevándoselo por delante, como la paz y la gloria. En aquel instante que parecía eterno, derrapó dejando un pedazo de mi mundo destruido. Y luego pensé en mí, más concretamente en mi corazón roto y en cómo las cosas podían cambiar de un momento a otro, de pasar a ser a estar en breves segundos. Porque un simple Me voy cambia, rompe, desencaja y huele a sabor amargo. No sabía si sería para siempre, el resto de su vida o por un rato, que ojalá fuese corto. Seguidamente, el portazo, de cerrar la puerta hasta con candado, aquella pregunta se quedó en la punta de la lengua, sin salir y queriendo esclarecer las dudas, pues se petrificó atragantándose en mi garganta, doliendo más de lo normal, y ya no había vuelta atrás, ya no. Estaba oscureciendo, las canciones empezaron a tener sentido y ya no sentía latir mi pecho porque se fue, era un hecho o quizás un acto de valentía, no lo sabía. No había más, pues sencillamente me dejé ir porque, ¿Qué sentido tenía la vida si él ya no estaba? Ninguno. La respuesta la supe ipso facto. Así que dejé de pensar y de sentir, de lamentarme y de llorar. Comencé a fluir conmigo dejando de ser con los demás. Dejé la taza de café vacía encima de la mesa, me levanté lentamente y fui a pagar. Estaba en shock. Media hora más tarde éramos, aún estando juntos y al terminar aquel tiempo, todo acabó. Se apagó la chispa. Mejor dicho, a él se le apagó, porque mis sentimientos estaban a flor de piel. Caminé por las calles oscurecidas con algunas luces todavía encendidas siguiendo un rumbo definido, regresando a mi hogar. Una casa donde el amor ya no habitaba, donde el dolor abundaba, y la tristeza también y, aunque estaba lleno, lo sentía vacío. Era cierto que vivía con mi familia -padre, madre y hermana-, pero era más zombie que una persona viva. Puse las llaves dentro de la cerradura, di dos vueltas y entré. Saludé a mi madre con la melancolía invadiendo mis ojos y me encerré en el cuarto. El apetito se me había ido desde hacía ya unos minutos largos. Me dormí con las pestañas húmedas.

Iba paseando por la calle justo cuando me topé con un graffiti y me saltó a la vista porque me definió por dentro: su oscuridad. Estaba nerviosa, temblaba por dentro. Mis huesos tiritaban y mi corazón ya no tenía arreglo porque estaba deshecho, lleno de sangre derramándose por las paredes de mi interior, así, petado, estrellado. Era una mañana muy distinta a las habituales. Muy distinta. Las hojas de los árboles no se escuchaban crujir ni cantar. El mundo se detuvo a mi alrededor aunque las vidas de las personas, de los seres humanos avanzaban. Era frustrante porque veía como todo lo ajeno a mí estaba bien y, en cambio, yo no. Me convertí en invisible, en transparente. En algo que no se ve y que si lo tocas, te envuelve y acabas sumergiéndote en él, en ese hueco, y tan profundo fue, que terminé en una tienda de segunda mano. Había dos estancias, la de fuera y la de dentro. La primera habitación contenía centenares de libros y algún que otro objeto perdido entre el polvo. Levanté la mirada y me centré en los tomos de unos cuantos de ellos, que todos los títulos me recordaron el acto de amar, de querer sin más y ser correspondido porque sí. Qué bonito, pensé. Y doloroso, reflexioné, convenciéndome que no fue para tanto que, al fin y al cabo, también hubieron momentos buenos y que no todo era tan negativo como parecía. Luego, pasé al interior, de hecho, el señor que trabajaba allí me invitó a entrar. Un hombre de cabellos canosos, delgado y con una mente abierta. Le pregunté por uno de los libros de Charles Bukowski, y me dijo que lo pediría y que ya me llamaría. Me sentí bien porque fue un momento distinto. Antes de salir a la calle, di una vuelta más por la tienda y justo me paré delante de un espejo viejo y sucio, con alguna grieta y de bordes gruesos y marrones donde, todavía así, podía visualizar mi rostro y mi silueta. Lo observé detenidamente, me observé: mi piel pálida, mis cabellos castaños sin peinar tocando mis hombros, mis ojos acompañados con sus ojeras ya desde hacía días y mi cuerpo diminuto dentro de aquella ropa gigante. Sí, vestía en chándal: sudadera negra y pantalones grises a conjunto con unas bambas Nike oscuras. Me sentía bien allá dentro, en el interior de algo que no era o que, quizás en un futuro, lo acabaría siendo.

Burlando el tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora