Daena tarareaba suavemente mientras se arreglaba el cabello frente al espejo. La luz de la mañana apenas comenzaba a filtrarse por la ventana, dándole un resplandor dorado a sus cabellos. Mientras sus dedos se movían hábilmente, formando trenzas con la precisión de años de práctica, agradecía en silencio los recuerdos de su vida pasada. No solo le habían dado una segunda oportunidad, sino que también le recordaban quién era, en lo más profundo de su ser. Esos mismos recuerdos la llevaban a pensar en Baela y Rhaena, a quienes había trenzado el cabello cuando eran niñas. Esos momentos habían sido de amor y protección, un vínculo que ahora se sentía aún más poderoso. Con una sonrisa melancólica, pensó en sus hijas, sus hermosas y valientes hijas, que habían heredado su fuerza y su fuego.
El espejo reflejaba más que su apariencia; mostraba su alma cansada. Daena soltó un suspiro pesado, dejando escapar la tensión que se acumulaba en su pecho. No había dormido casi nada, y las sombras bajo sus ojos eran prueba de ello. La noche anterior había sido larga y peligrosa. Regresó casi al amanecer, después de una furtiva excursión con Maegor, deslizándose a su habitación justo antes de que las criadas entraran a despertarla. Apenas tuvo tiempo de despojarse del camisón sucio y cambiarlo por otro, asegurándose de que ninguna de las sirvientas sospechara de su salida nocturna.
El agua caliente de la ducha había sido un bálsamo para su cuerpo agotado, limpiando no solo la suciedad, sino también los restos de la noche anterior. Sin embargo, ni el agua ni el tiempo podían borrar los pensamientos que la asediaban. Después de su baño, comenzó a prepararse para el día, aunque con una lentitud inusual. Las criadas habían insistido en ayudarle con su peinado, como era costumbre, pero Daena, con una firmeza que no aceptaba discusión, prefirió hacerlo por sí misma. Necesitaba ese momento de soledad, ese pequeño control sobre su propia imagen en un mundo donde cada movimiento suyo estaba bajo escrutinio.
El comedor la esperaba, y con él, su familia, lista para romper el ayuno. Pero Daena no estaba de humor para enfrentarse a ellos, especialmente a su buena hermana, cuya amarga expresión parecía un veneno constante en su vida. La sola idea de sentarse en esa mesa, de compartir el pan con quienes no comprendían el peso que llevaba en sus hombros, la llenaba de hastío. Así que, en lugar de dirigirse al comedor, decidió enfundarse en su traje de montar. El cuero se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, y mientras lo hacía, sentía cómo se preparaba para la batalla, no contra enemigos visibles, sino contra las sombras que rondaban en su mente, aquellas que se empeñaban en recordarle su deber para con el reino todos los días.
Hacía casi dos semanas que no veía a su dragón, una separación que para ella era una tortura insoportable. Su dragón era más que una bestia alada; era una extensión de su alma, su libertad encarnada en escamas y fuego. Pero su padre había acaparado todo su tiempo con las incesantes obligaciones que venían con su linaje, como si quisiera encadenarla a la Fortaleza Roja y negarle el cielo que tanto anhelaba. Ahora, más que nunca, necesitaba volar, perderse en el viento y las nubes, dejar atrás las paredes que la ahogaban.
Mientras ajustaba la última hebilla de su traje, su mente era un torbellino de pensamientos contradictorios. Lo que había sucedido con Maegor la perturbaba. No era solo el acto en sí, sino las implicaciones que venían con él. Maegor estaba destinado a casarse con un miembro de la casa Hightower, una unión que reforzaría las alianzas y la estabilidad del reino. Pero ese matrimonio aún no se había consumado, y sus propios sentimientos y acciones estaban comenzando a interferir en el curso de los acontecimientos.
Hasta ahora, todo había seguido el curso de sus recuerdos. Aenys se había casado con Alyssa, una mujer a la que Daena despreciaba profundamente, hacía más de tres años. Para su consternación, ese matrimonio no había producido descendencia, lo que añadía una capa más de incertidumbre a un futuro ya de por sí incierto. Según sus recuerdos, al menos el primer hijo, Aegon, ya debería haber nacido. Pero la realidad se resistía a seguir el guion que ella conocía, y Daena sabía que su propia existencia había alterado más de lo que estaba dispuesta a admitir, por ejemplo el hecho de que Muna Rhaenys seguía con vida.

ESTÁS LEYENDO
La Joya Del Reino.
FanfictionDaemon está feliz con la oportunidad que los Dioses le habían otorgado, no le importaba nacer como mujer en esta nueva vida. El simplemente no esperaba renacer en la época de la conquista.