Argentina estaba rodeado de un gran charco de sangre. En frente suyo estaba España, el gran imperio. Su boca estaba hecha pedazos, muy pocos dientes le quedaban. Su nariz sangraba como un mar rojo, sin parar. Había tenido una pequeña pelea con España. Este había llegado a su territorio y no tuvieron una muy buena charla. Argentina aún era un adolescente no entrenado, y sin ningún miembro de su familia cerca, no pudo defenderse correctamente.
—No me llamo Plata.— mencionó Argentina con su cuerpo congelado por la nieve de la tormenta. Su espalda estaba contra la nieve, su abrigo destruido no podía abrigarlo más contra el frío. Su mirada está perdida en el cielo nublado, admirando la cantidad de nubes grises que lo decoran. En su pecho tenía varios disparos, ni siquiera sabía cómo seguía vivo. La sangre corre y mancha a todo su abrigo de piel de oso.
—¿Por qué no te rindes, Plata?— volvió a preguntar España con una voz perturbadora, suave como el dulce canto de un pájaro pero filosa como una daga. Argentina vio como se agachaba y quedaba a unos pocos centímetros lejos de su cara. Antes de poder reaccionar, sus ojos se movieron rápida y se cruzaron con el filo de un cuchillo en su cuello, casi rozando su piel. En un momento, el cuchillo se acercó y tocó su piel, haciendo una pequeña herida. La sangre chorreaba en forma de pequeños hilos.—Vamos, no es tan difícil.
—Vete a la mierda.
España murmuró unas palabras que Argentina no pudo oír. El cuchillo se movió rápidamente y el país albiceleste cerró sus ojos.
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¿Por qué llegamos a esto, plata?
—Argentina.—
El pequeño Argentina miró hacia todos lados, pero no encontró a nadie en el primer instante.
—Argentina.— volvió a repetir la misma voz.
El país menor por fin pudo reconocer una figura oscura que se acercaba a él. Era su profesor, Alemania. Su padre había llegado a un acuerdo con aquel país para que le enseñara a él todo lo que pudiera sobre el mundo exterior.
—¿Has completado tus tareas?— preguntó el alemán con su típico acento.
Argentina tragó en seco mientras bajaba su mirada para observar únicamente el piso y no ver a los ojos oscuros del mayor.
—¿No has hecho tus tareas?
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—Verdammter Bastard! Du verdienst es, zu sterben!
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Las piernas débiles de Argentina temblaban. Unos chorros de sangre salían de su entrepierna hasta acabar en el suelo.