11. La desnudez de las espinas

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Me obligan a caminar, apenas puedo sostenerme por mi cuenta. El omega se hace cargo de mi peso muerto y el beta nos sigue de cerca, dando órdenes que no comprendo porque mi oído derecho sigue enviando pequeñas punzadas a mi cerebro.

Reconozco el baño por el olor a menta y la extraña frialdad bajo mis pies descalzos. Despego los párpados, pero el dolor de cabeza es tan grande que apenas puedo mantenerlos abiertos.

–Siéntate aquí –dice Haechan, señalando el borde de la bañera y articulando las palabras para que las comprenda a través de la hinchazón y del dolor.

Me arden las manos, están de un color extraño y hay un montón de puntos blancos esparcidos por ellas, como si la sangre estuviese luchando por circular. Me quedo admirándolas, porque si miro hacia otra parte descenderé en la locura.

También me arde detrás de las rodillas por más absurdo que suene, y los surcos de mis muslos, y la curva de mi columna justo antes de llegar al cuello. Me arde con locura, tanto que apenas puedo respirar sin sentir que el fuego me quema por dentro.

Por segundos no huelo nada y por segundos lo huelo todo, desde el sudor que esboza mi piel hasta lo que comió Haechan en el desayuno. Su aroma sobre todo se vuelve pestilente, es tan dulce que se me revuelve la panza, parece venir de sus muñecas y de las curvas de su cuello. Huele como un gran banquete de frutas, como si tuviese una frambuesa madura entre la lengua y el paladar.

No se supone que sepa esto, pero el doc me lo confió un día cerca de lo que creí era el verano porque el uniforme había cambiado a una camiseta de manga corta y shorts largos. Él me dijo que al llegar al Edén habría un período de tiempo en que los supresores no se me serían dados. Esa cuestión estaría en manos del alfa que me escogiera y del omega original que le acompañase, siempre y cuando hubiese uno.

El primer celo era el más fértil, por eso buscaban retrasarlo hasta que estuviese en las puertas del Edén. «El alfa ayudará» dijo el doc, «no tienes que temer».

Hubo un tiempo en que pedí al cielo que mi alfa fuese una clase de viudo melancólico que añoraba un criador para tener compañía en esta larga y solitaria vida. Entonces tenía unos catorce años y estaba sobre la camilla mirando perdidamente las luces incandescentes del techo, abierto de piernas para que pudiesen ver si estaba sano después del oleaje de hormonas que indujeron en mi cuerpo. El doc había entrado y puesto el grito en el cielo; él odiaba cuando otro de los investigadores ponía a sus experimentos en la mesa de acero. Nos cuidaba, a su manera, nunca dejó que me tocasen, pero no era algo que me preocupase, tarde o temprano muchas manos tendrían la potestad de hacer lo que quisiesen con mi cuerpo.

No le tenía cariño, en absoluto, pero gracias a él entendí que, aunque tuviesen mi cuerpo jamás tendrían mi alma. Me había encargado de matarla con los años de encierro. Y ahora, está renaciendo.

Estoy tan ido que no me doy cuenta cuando el agua tibia alcanza las puntas de mis dedos. Miro al beta, de rodillas en los azulejos, vertiendo un último balde antes de mirarme.

–Desnúdate y metete, necesitamos bajarte la fiebre.

Solo pensarlo me causa escalofríos. Desnudarme frente a estas personas significaría mostrarles lo que me han hecho, mis cicatrices, mis peores defectos. Niego, mordiéndome la carne de la boca para no gritar. Un golpecito en mi hombro me obliga a levantar la vista. El omega se lleva con sus dedos la mayor parte del sudor que salpica mi frente.

–Está bien, discípulo –sonríe, pero no llega a sus ojos–. Renjun irá a buscar algo para hacerte mejorar y yo me daré la vuelta, avísame cuando estés listo.

Como lo prometió, él se da la vuelta una vez que el beta se ha ido. Juego con el borde de la camiseta rasgada y repleta de ceniza. La saco por mi cabeza, cuesta, porque el sudor la ha pegado a mi cuerpo, y la sensación no es agradable como lo es cuando la lluvia te moja. Respiro lo menos que puedo, temeroso de que la inmensidad de aromas que me rodean pueda hacerme devolver la avena. Se me pone la piel de gallina y se me levantan los pezones, las gotas caen desde mi nuca. Es horrible sentir que te estás consumiendo desde dentro.

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