10. Carroñero

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Es verdad.

Los monstruos existen.

En los laboratorios nadie decía nada, pero todos sabíamos que el mundo estaba siendo destruido. Los primeros meses creí que éramos los elegidos, los que evolucionaríamos. Resultó que no éramos más que el eslabón más débil del nuevo mundo; arrastrados a ser mutilados y usados a la disposición de los miembros del Edén.

El Edén ya estaba funcionando la semana en que mataron a mamá y decidieron que era buena idea llevarme con ellos. Debí saber que sucedería cuando los agentes de insignias de plata ingresaron en el refugio; el color de la insignia categoriza el poder dentro del ejército. El símbolo del edén es un árbol a medio crecer, las hojas están sanas en la parte baja y las ramas de la copa se desenredan hacia el final. Los de insignia negra habitaban en la ciudad, desparecieron en el momento en que la guerra contra el virus comenzó. Los siguientes tienen sobre su pecho, en el lado del corazón, el árbol de color azul metálico. Nunca vi uno de los azules en mi vida, dicen que están dentro del Edén y trabajan como la ley. Y, por último, los agentes que llevan la insignia de plata son soldados especiales, preparados para las tareas pesadas, como lo fue conseguir a un montón de niños que sirviesen para crear monstruos.

Yo.

Soy un monstruo.

Pero no soy el único.

Hay muchos monstruos aquí afuera.

La bomba que explota cerca de la casa de color rojo nos lleva al piso.

La ciudad tiembla bajo mis pies, el techo superior se desmorona y el conejo de peluche se me resbala de las manos entre los escombros. Lo busco a ciegas, porque el hollín cae encima de nuestras cabezas como una lluvia en cámara lenta. Jalo de la oreja descocida justo en el mismo momento en que un par de brazos me sujetan desde las correas de mi pantalón. Una voz difusa grita que me ponga de pie, pero no puedo oír bien.

No puedo oír nada bien.

Es aterrador como el mundo se oscurece cuando no hay sonidos en él.

Asustado, me aferro al conejo y le doy golpes con la palma abierta a mi oreja derecha. ¡Maldita sea! No funciona, todo sigue escuchándose como si viniese desde demasiado lejos, pero el alfa y sus botas están sobre mi cuerpo, pidiéndome con la boca y la mirada que me ponga de pie de una jodida vez por todas.

Lo hago.

Me aferro a uno de sus hombros y le sigo como puedo hacia el pasillo. Él está más vivo, más despierto, podría dejarme atrás y no me enfadaría, después de todo, no somos nada el uno para el otro, pero va más lento para que yo pueda seguirle a través de la nieve. No, nieve no, ceniza.

Hay un ruido que me llega distorsionado, de cosas cayendo y de nosotros mismos; de nuestros pies que avanzan por los escombros, del corazón que galopa en el pecho del alfa, pegado a mis costillas. Pero el ruido blanco en mi oído los está cubriendo. Y me desespera, incluso me hace perder el equilibrio, pero tengo un brazo que no me suelta y el mío que no suelta sus hombros.

Nos detenemos, no sé por qué nos detenemos cuando estamos tan cerca de la salida. Miro el perfil del alfa, tiene sangre por toda la cara, lo que me asusta y me hace dar cuenta de que algo líquido y caliente se desliza por mi oreja hasta la curva de mi cuello. Pero no es solo la sangre, lo que realmente me aterra es la expresión que lleva.

Ah, él también tiene miedo.

Pero, ¿de qué?

La respuesta no demora en llegar, a pesar de que no pueda escuchar del todo, si puedo ver la sombra que nos espera en el pórtico de la casa roja.

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