Tengo que respirar dos veces seguidas para no poner los ojos en blanco y bufar.

No obstante, a mi lado malicioso no le apetece dejarlo como está.

—¿Cuáles serían esas comodidades? —arqueo una ceja. Agarro la tarjeta de crédito y la guardo, junto a la llave magnética. Ella abre la boca ligeramente. —¿Cómo podría saber usted lo más mínimo sobre lo que me gusta?—Mis ojos se desvían al gafete en su camisa. —Señorita Blanchett.

Su nerviosismo no me divierte tanto como quisiera. Porque el sentimiento de satisfacción no dura mucho, y tengo que conformarme con ese sutil destello que dura una milésima de segundo.

Estos meses me he vuelto un experto en no sentir.

Todo lo que me queda son pobres chispas que se encienden de vez en cuando, pero que no se aproximan a la genuina alegría y sensación de liviandad que me reconfortaba en el pasado. No desde que ya no estoy con ella. Exhalo un suspiro y mi humor se agria aún más. Pensar en ello no resolverá nada, y de todos modos ya es demasiado tarde para hacer algo.

Muerdo mis muelas para no escupirle en la cara que su servicio es una mierda, cuando en realidad no está tan mal. El problema soy yo.

—Disculpe, no era mi intención ofenderlo. Por favor, le ofrezco mis disculpas. —La compañera a su lado levanta una oreja hacía nosotros. Chismosa y ni siquiera lo disimula.

No llego a contestarle con otro comentario mordaz que una voz me llama por mi nombre.

—¿Alexandro? —me doy la vuelta, con el malhumor arrugando el espacio entre mis cejas.

—Hermana. —no sueno tan emocionado ni entusiasmado, pero es lo que hay. No me da mucha gracia haber regresado a Nueva York.

Andrea definitivamente no está igual a la última vez que la vi. De eso, fue hace dos meses. Parece más feliz. Tiene un brillo interesante en esos ojos verdes que jamás había apreciado antes, y una sonrisa boba que cree ocultar en sus labios escarlata.

—Me dijiste que llegarias el lunes. —está confundida, es obvio. Pero vislumbro cómo su rostro de a poco se llena de alegría.

Cuando éramos pequeños me repetía como cassette lo mucho que me echaba de menos cada vez que tenía que dejar la casa, aunque solo fuera por un par de minutos. Eso fue hasta que la golpeó la adolescencia y prefirió las pijamadas con sus amigas que compartir una mísera hora con su hermano mayor. Según ella, respiraba muy fuerte, o no hablaba lo suficiente y se aburría, también le irritaba que comiera, joder, literalmente cualquier acción que represente estar vivo. Todo la sacaba de quicio. Por esa época era insoportable, y muy rebelde.

—Surgió un asunto y tuve que adelantar la fecha.

—¿Por qué no me avisaste? —Impropio de ella, se abalanza hacía mi para rodearme con los brazos. Correspondo al gesto, sintiendo como la coraza que se ha formado alrededor de mi corazón se sacude. Es la primera vez en semanas que algo muy similar a una sonrisa curva mi boca. El abrazo no se prolonga más que otros tres segundos. —Bueno, ya está, ya está. —Me da un empujoncito en el pecho deshaciendo su agarre, a la vez que alisa su ceñido saco y acomoda su largo cabello sobre su hombro.

Me equivoqué. No ha cambiado tanto.

—¿Usaste el jet? —inquiere.

—¿En qué más viajaría? sabes que los vuelos comerciales no son lo mío.

—Ugh, yo también los detesto. La comida jamás es buena, y muchas veces pagué un dineral para abordar en primera clase. Por eso adoro el avión que tú me regalaste. —La recepcionista se atraganta con su propia saliva. Seguro no se esperaba que fuera el hermano de la dueña del hotel. O que tuviéramos un jet cada uno. Paso de ella. —Como sea, ¿tienes algún inconveniente? podía ver desde aquí el humo salir por tus orejas. —le echa un vistazo a su empleada, y su expresión amable da un giro en una extremadamente profesional. —¿Qué ocurre?

Esclava del PecadoWhere stories live. Discover now