La cacería comenzó de manera silenciosa al principio, como un rumor oscuro que se extendía desde los límites de las tierras lejanas. Pero pronto, el peligro se volvió tangible. Los humanos no discriminaban entre los que combatían y los que sólo buscaban refugio. Cualquiera que se interpusiera en su búsqueda de recursos era un objetivo, un obstáculo a eliminar. Frente a esta amenaza, muchos clanes se vieron forzados a dispersarse. Los más pequeños, que no contaban con la fuerza suficiente para enfrentar al enemigo, huyeron hacia lo profundo de las selvas o se refugiaron en cavernas ocultas. Otros lucharon con fiereza, pero incluso los guerreros más hábiles pronto comprendieron que enfrentarse a esos invasores significaba enfrentar su propia extinción.
Sin embargo, en el momento más oscuro, cuando el cielo se teñía de rojo, el antiguo espíritu de los Na'vi despertó con la aparición de un nuevo Toruk Makto. Montado sobre el legendario Toruk, se alzó Jake Sully, un líder inesperado que supo unir a los clanes fragmentados bajo una sola causa. El rugido del Toruk surcó los cielos como un trueno, llamando a las tribus de Pandora a luchar por su hogar, su gente y el alma misma de su tierra. Bajo su liderazgo, los Na'vi se levantaron como un solo ser, combatiendo con la furia y la valentía de quienes no tienen nada más que perder.
Las flautas de guerra resonaron entre los árboles gigantes, los tambores de batalla hicieron temblar la tierra, y las canciones de los guerreros se alzaron al unísono mientras se preparaban para el conflicto. Los clanes dejaron de lado sus diferencias, trayendo consigo sus armas y habilidades únicas.
La victoria fue total. Los humanos, derrotados y humillados, fueron expulsados del suelo sagrado de Pandora. La gente del cielo se vio forzada a retirarse, dejando atrás sus ruinas y sus máquinas destrozadas. Durante un tiempo, la paz regresó al mundo bioluminiscente, y los clanes volvieron a prosperar. El cielo ya no era invadido por las naves metálicas de los colonos, y las selvas respiraron de nuevo al ritmo de Eywa. Las noches volvían a brillar con el resplandor de las criaturas que danzaban bajo la luz de las lunas gemelas, y el cántico de los Na'vi, celebrando su tierra recuperada, reverberaba en cada rincón del bosque.
Pero la paz es frágil, y Pandora, con todo su esplendor, no se libró de las sombras que se cernían sobre ella. Nada es para siempre. Los años de tranquilidad se desvanecieron como un espejismo cuando, una vez más, el estruendo de los motores y el fulgor metálico de las naves cortaron el cielo. Los humanos habían vuelto, pero esta vez con una ferocidad mucho más peligrosa. Ya no eran meros colonos buscando recursos: eran un ejército. La RDA regreso no para extraer minerales, sino para conquistar y someter.
Ahora traían consigo tecnología aún más avanzada, máquinas más letales y, sobre todo, una sed de venganza que amenazaba con arrasar con todo lo que se interpusiera en su camino. Construyeron bases fortificadas, expandieron sus operaciones y comenzaron a alterar el equilibrio natural de Pandora a una escala inimaginable. Los Na'vi, aunque habían saboreado la victoria en el pasado, ahora enfrentaban una amenaza que superaba con creces la de antes. Los bosques ardían nuevamente, los ríos se contaminaban, y los cantos de las criaturas se extinguían bajo el peso de la nueva invasión.
—¡Corran! —el Olo'eyktan, con la voz ronca por los gritos, dirigía desesperado a los suyos mientras las llamas y el estruendo de las explosiones llenaban el aire —¡Llévenlos a los refugios! —bramaba con fuerza. Con cada orden, intentaba proteger a los más vulnerables: mujeres, niños y ancianos, empujándolos hacia la espesura del bosque donde las raíces de los árboles gigantes ofrecían un refugio temporal. Pero todo era inútil. El enemigo que enfrentaban no era como los depredadores naturales de Pandora. Uno tras otro, los guerreros del clan caían y sus gritos fueron ahogados por el trueno de los disparos.
Pronto, el suelo que una vez resonó con las pisadas ligeras de los Na'vi se cubrió de cuerpos sin vida. Los gritos cesaron, y solo quedó el humo denso y el hedor a muerte. El clan, que había vivido durante generaciones bajo la protección de Eywa, ahora yacía destruido, su legado arrasado en cuestión de horas. Los humanos, con sus armaduras de metal y sus ojos fríos como el acero, no habían dejado a nadie en pie.
KAMU SEDANG MEMBACA
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