Conde a Media Noche

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Toda mi vida, desde pequeño, llevo realizando una lista con las personas que deben pagar por sus acciones. ¿Mi nombre? Irrelevante, sin embargo, os lo diré por un simple motivo: una vez me conoces tu destino está sellado. Finis Drask, hijo del conde Durnel Drask y nieto del emperador Siviel Drask. Os pensaréis que la vida de un hijo de conde es sencilla, pero no es mi caso. Soy un bastardo. Mi padre se tiró cuando estaba borracho a una puta de burdel caro. Sorprendentemente no mataron a mi madre por quedarse embarazada. Mi padre me aceptó cuando dejaron una cuna con un bebé en la puerta del palacio. Pero solo me aceptó. Me trataba peor que la basura. Tenía dos hermanastros que me odiaban, por no hablar de mi madrastra, o la corte en general. El pueblo también me rechazaba. Las burlas han sido algo que me ha rodeado desde que tengo conciencia. Por eso me volví frío, más frío que el acero o el hielo. Pero nunca lo mostré en público, siempre traté de sonreír y ser amable, pero por dentro imaginaba torturas, asesinatos, violaciones... Mi mente estaba perdida, al igual que mi corazón.
Un día el conde me hizo llamar. Era extraño ya que nunca me llamaba ni se interesaba por mí. Cuando llegué a su habitación, abrí la puerta con cuidado. Ahí estaba, gordo, con los ojos medio cerrados en forma de luna y su sonrisa idiota.
-Ven aquí "hijo" mío, ven a mi lado. Hace tiempo que no hablamos... y ahora es más necesario que nunca.
-¿Qué quieres?-dije bruscamente.

El conde se rehízo en su sillón de pieles y movió la mano con un gesto casi elegante.

-Mañana se celebra el Mirtenlagh, donde todos los condes del imperio y el Emperador incluido, se reúnen para celebrar la Luna roja, símbolo de prosperidad para nuestro Imperio.
-¿Y qué pinto yo?
-Deberás ser el bufón de la ceremonia y llevar la cabeza del cerdo. En la actuación deberás dejarte matar por el Emperador, simbolizando la caída y derrota de nuestros enemigos, y la supremacía de nuestro Imperio. Y cuando digo que debes morir, es que debes morir. ¿Entiendes?
¿Morir? Tal vez mis oídos habían fallado. No podía estar tan loco. ¿Cabeza de cerdo? ¿De qué iba toda esa mierda?
-No puedes dejarme morir así, soy tu hijo.
El semblante del Conde se endureció.
-Tu solo eres un hijo de puta, ¿me entiendes? Tu vida no vale más que la vida de una mosca. Si quiero que seas el bufón para la ceremonia es porque quiero hacerte un favor y dejarte que dejes este mundo haciendo algo bien. El solo haber nacido ya fue un error, y cada vez que respiras, pienso en los recursos que he desperdiciado en ti.

En ese momento simplemente reaccioné, hice caso a mis impulsos y en un abrir y cerrar de ojos cogí una barra candente de la chimenea y le aticé un golpe fortísimo en la sien. Fue todo tan rápido que solo tuvo tiempo de abrir los ojos incrédulo ante su visión. Estábamos solos por suerte. Mi mente trazó un plan inmediato. Cogí el pesado y seboso cuerpo del conde y lo arrastré bajo una mesa, donde los manteles lo cubrían completamente. Hice girar el sillón de pieles para que quedara dando la espalda a la puerta. Cogí los ropajes más voluminosos del conde y me los puse, acompañados por una máscara ceremonial. Mi voz se parecía a la suya bastante si la forzaba y la hacía sonar tan grave como podía. Me senté en el sillón e hice llamar a un criado. Oí abrir la puerta y le dije que no entrara, que simplemente lo llamaba para que tuviese todo dispuesto para la ceremonia. Además... le pedí que trajera la cabeza de cerdo ceremonial, ya que quería que estuviese en perfectas condiciones. El criado cerró la puerta tras de sí y en apenas unos minutos trajo la cabeza.

-¿Está seguro que quiere tocar la cabeza? Normalmente uno de los criados es el encargado de revisarla y ponérsela al elegido.

-Déjala sobre la mesa pequeña y vete.

Una vez el silencio inundó la sala y solo podía oír mi corazón agitado, me levanté y fui hacia la mesa. Arrastré al conde hasta la chimenea. Aún respiraba, solo estaba inconsciente. Cogí la cabeza y me acerqué hasta él. Miré alrededor y vi un traje inacabado del conde montado en un maniquí. Cogí una de las agujas que tenía puestas y un trozo enorme de hilo. Primero le cosí los labios, luego le puse la cabeza de cerdo y se la cosí al cuello para que no pudiese quitársela. Sonreí. Estaba disfrutando. Lo dejé en calzoncillos y lo até a una silla para que no pudiese moverse cuando se despertara.

Llamé a otro criado y ordené que se llevasen al elegido a una celda. El criado no hizo preguntas y simplemente arrastró la silla hasta que el sonido se desvaneció en los intrincados pasillos de piedra. Me fui al dormitorio del conde y ordené que nadie me perturbara. Ya era tarde. Me desvestí y deposité la ropa sobre una silla recargada y ornamentada con grandes filigranas de oro. Me estiré en la cama y volví a sonreír. Mi plan acababa de empezar. Al día siguiente me levanté de buen humor, una sensación que nunca había experimentado. Volví a disfrazarme de conde e hice que me trajeran el desayuno a la cama.

Durante todo el día intenté evitar el mayor contacto con cualquier persona, así mi disfraz no fue descubierto, y al caer la noche me dirigí a las mazmorras escoltado.

-Coged al elegido-ordené.

Se oían sollozos y ruidos lastimeros que provenían del interior de la cabeza de cerdo; por dentro no podía parar de reír.

Nos dirigimos al Teatro Circular, una edificación inspirada en los antiguos coliseos romanos, que no obstante, mezclaba el estilo romano con el contemporáneo a la perfección. El Emperador tenía reservado un palco especial que sobresalía hacia el interior del teatro Circular, proporcionándole una vista privilegiada del espectáculo. A su derecha estaba sentada la Emperatriz, y a su izquierda, una silla más baja, era reservada para mí, es decir, para el Conde.

El Emperador se levantó y extendió los brazos:
-Condes, amigos... todos reunidos aquí para celebrar el Mirtenlagh. Este año el elegido ha sido una persona muy especial, el hijo de mi hijo, Finis Drask. Él mismo se ha ofrecido para tener el honor de tan célebre ceremonia. ¡Vitoreémoslo como es debido!

Un rugido ensordecedor llenó el Teatro. La gente estaba eufórica y celebraban con locura el anuncio. Unas verjas se elevaron y dos guardias enormes llevaron arrastrando al elegido. La gente gritó aún más fuerte. El hombre con cabeza de cerdo se debatía con sus captores tratando de liberarse.

El Emperador se dirigió a la arena del teatro, enarbolando una espada ceremonial. Aunque éste ya era anciano, su condición física no era nada deplorable. Se acercó hasta el Hombre Tributo y se plantó irguiendo el torso. Unas trompetas sonaron. El silencio era tangible.

-Liberad al sacrificio-ordenó el Emperador.

El Conde con cabeza de cerdo temblaba, y el olor del miedo era plausible. Se había defecado y mientras los guardias se retiraban un charco de orines se formaba a sus pies. Los ojos del Emperador refulgían con la chispa de la locura, y un aura de sed de sangre lo impregnaba. Levantó la espada e iba a atestar un único golpe mortal, pero de repente una sucesión de explosiones hicieron temblar el suelo. Los pies del Conde trastabillaron y cayó patosamente; el Emperador sin embargo aguantó prácticamente sin moverse del sitio. Los guardias corrían a proteger a aquellos que los habían contratado. La Guardia Imperial inmediatamente se posicionó en el palco Imperial, y allí encontraron a la Emperatriz y sus acompañantes, pero el Conde había desaparecido.

Un fuerte resplandor brilló en el cielo, iluminando los rostros de los espectadores. Cayó como una flecha y partió al emperador por la mitad. El hombre con cabeza de cerdo lo apreció durante un segundo. Era Finis. Su sombra, su luz, un ser endemoniado. Y murió. Algo implosionó en el centro del Teatro. Fue tal la explosión que no quedó nada en un radio de un kilometro.

Un hombre muy anciano ya, ciego, contó a sus nietos que cuando era joven vio una luz. Una luz cargada de odio y rencor. Las mismas sombras se habían unificado.

Cuando todo acabó un hombre escuchó un silbido. Uno aterrador. Cargado de locura, emergiendo entre los escombros. Un halo diabólico envolvía una figura oscura. El hijo del Conde. Finis.

Parecía un ente mágico, surgido de las profundidades del Infierno, pero lo cierto era que solo había hecho uso de su ingenio. Estuvo esperando hasta el momento oportuno para detonar las cargas de pólvora. Subió rápidamente al techo momentos antes de la explosión. Se ató una cuerda elástica a la espalda, encendió una bengala rudimentaria y saltó directamente hacia el Emperador. Luego hizo gala de sus habilidades como escapista, introduciéndose por una trampilla del Teatro y haciendo detonar la carga final. Todos estos movimientos los realizó en una fracción de segundo, casi inapreciables para una mente confusa como era la de los espectadores.

Finis andaba erguido. En sus ojos se reflejaba la sed de sangre saciada y el nacimiento de un nuevo hombre.

En los ecos del tiempo aún resuena su nombre, Finis, adaptándose a muchas lenguas, pero entre ellas, en un español primitivo, la palabra "final" se había formado. El contraste del origen, la destrucción de la creación. El Fin.


Terror a media nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora