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Astrid se encontraba sentada en el techo de su casa, viendo cómo el naranja acobijaba el cielo gris

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Astrid se encontraba sentada en el techo de su casa, viendo cómo el naranja acobijaba el cielo gris. 

Se sentía sin fuerza, débil. El corazón le pesaba de sobremanera y la cabeza le estallaba. Tenía esa extraña sensación de haberse equivocado, pero no entendía por qué.

Elsa estaba en la cárcel cumpliendo con su castigo, su ejército se estaba preparando para una batalla contra los dragones, habían reclutado suficientes soldados para defenderse, la aldea ya se encontraba lista y con instrucciones para evacuar en caso de que la guerra empeorase. 

Todo lo que había hecho fue por el bien de su familia, de la tribu que tanto amaba y del estilo de vida al que habían logrado adaptarse y sobrevivir. Todo lo que hizo fue por ellos. ¿Entonces por qué se sentía erróneo?

Suspiró con fuerza, dejando escapar una especie de sollozo que había intentado tragar desde el principio.

Una parte de su alma sabía que había actuado mal. Que todas las cosas que hizo no las hizo por el bienestar de Berk. No las hizo pensando en ninguno de ellos, sino en ella. En la forma en la que todo el mundo la miraba, la trataba, la forma en la que su cabello lucía siempre perfecto, en el profundo azul de su mirada, en las pecas marrones que adornaban su piel blanquecina. También en él, en la suavidad de sus palabras, la risa que brotaba de su garganta, el cabello marrón que vuela al compás de las olas que chocan contra la barrera de rocas de la aldea, en su forma de pensar sobre la vida, lo chistoso que luce cuando se ejercita o lo apacible que sus latidos suenan cuando respira, acostado sobre la tierra observando el cielo.

Se había estado mintiendo a sí misma desde el momento en que Elsa se acercó a ellos, desde que Hiccup correspondió a su actitud. Obligaba a su corazón a hacer la vista gorda cada vez que ellos interactuaban, cuando se sonreían, cuando rozaban sus manos al caminar. Cada gesto, palabra o mirada, todo, lo desechaba de su memoria. 

No quería saber la verdad, y en su desesperada solución para proteger sus sentimientos, lo olvidó todo.

Incluso había pensado en retractarse al no encontrar más pistas a la vista para culpar a Elsa, en decirle a Estoico que se había equivocado y que realmente el huevo no estaba por ningún lado. 

Pero cuando vio a Hiccup salir de su casa esa tarde, decidió seguirlo a toda costa. Presentía lo que estaba por ver, y aún así decidió avanzar.

Su pecho ardió en sufrimiento cuando lo vió acariciar su cabello plateado y rozar sus labios contra los de ella. Apretó tan fuerte sus puños que sus uñas lograron perforar la piel de la palma de su mano. Tragó el nudo que se instaló en la boca de su estómago, y se limpió las lágrimas que se asomaban en sus ojos. 

El coraje, la cólera le hicieron recordar la razón por la que había iniciado esta silenciosa guerra contra Elsa.

¿Y qué ganó? El desprecio de Hiccup, la desconfianza de Estoico y el miedo de su pueblo. 

Su caparazón se resquebrajó, y comenzó a llorar. Tan devastador que tuvo que ahogar su llanto con las manos para evitar ser descubierta. Después de todo, no era tan fuerte como ella había creído.

Había sido su culpa, porque cuando tuvo la oportunidad, la desperdició. Pensó que su orgullo y su reputación no merecían ser "pisoteados" por un chico. ¿Cómo ella iba a declararle su amor al hijo del jefe? De ninguna manera podía pasar eso. 

Se conformó con la idea de ser sólo su amiga, su compañera de academia y en un futuro, alguna clase de consejera para él. Pero en cuanto se vio amenazada por la platinada, la locura se apoderó lentamente de sus pensamientos, que cuando se dio cuenta ya había sido demasiado tarde para resolverlo.

Ahora, ni su amiga, ni su compañera y mucho menos su alma gemela podría ser. No con lo que le hizo a Elsa, a su amada Elsa.

Su llanto poco a poco cesó. La calma volvía a ella al terminar de entender que no ya había nada que pudiera arreglar. El destino ya no estaba en sus manos.

Sin previo aviso, una roca del tamaño de una oveja cayó a pocos metros de ella. Destrozando en pedazos el techo y todo lo que hubiera abajo.

—¡¿Pero qué demonios?! —gritó sorprendida, levantándose con rapidez.

Miró hacia arriba.

Una enorme parvada de sujetos volaban sobre la Isla, dejando caer piedras sobre la aldea.

La guerra había comenzado.

Otra roca cayó alado de ella.

—¡Ah! —gritó, lanzándose al vacío. Su cuerpo aterrizó en el suelo.

Cientos de vikingos salieron de sus casas despavoridos, buscando refugio del brutal ataque sorpresa.

—¡Astrid! —gritó Harald cuando la vio en el piso con escombro encima.

—¡¿Pero qué demonios está pasando aquí?! —vociferó Estoico, presenciando el caos que se cernía sobre su pueblo.

—¡Los dragones, los dragones están dejando caer piedras desde el cielo! —uno de los muchachos que huían señaló.

—¡¿Qué vamos a hacer, jefe?!

—¡Todos, busquen escondites en cavernas o cuevas, a las orillas de la Isla! ¡Y por ningún motivo vayan al bosque! —ordenó. 

Los cazadores de dragones apoyaron a la evacuación. Y mientras la mayoría obedecía a las instrucciones, un hombre de cabello castaño corría en dirección contraria, esquivando las piedras.

—¡¿Señor Agdar, qué está haciendo?! —preguntó Bocón.

—¡Voy por mi hija! —respondió, perdiéndose entre las nubes de polvo que nublaban la visibilidad.



Por fin he planeado el final de esta historia, y una posible segunda parte. Lo más difícil es plasmar las ideas en palabras. Espero no decepcionarlos.

Atte: JovenWestergaard.


Touching the stars | PARTE IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora