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Dio vueltas en su habitación como león enjaulado, estaba más que furioso, estaba estresado, quería golpear la jodida pared que comenzaba a arrebatarle el oxígeno.

Había varias cosas que rondaban su cabeza: ¿cómo lo había encontrado? ¿Qué quería Eugenia? ¿Qué pasaría con Marcela?

La mujer aseguraba que quería pasar tiempo con la niña, pero aunque fuera egoísta, él no permitiría que se le acercara ni un metro a la redonda. Su pequeña era vulnerable y esa mujer una arpía que, estaba seguro, quería más droga y porquería de mierda.

No quería que su pequeña estuviera en ese ambiente que lo único que ocasionaba era problemas. Él vio muchas cosas malas de cerca, y no planeaba contaminar con eso la vida de su bebé.

¿Qué podía hacer? Tenía mucho miedo. Jamás creyó que volvería a ver a Eugenia, ni en sus peores pesadillas eso ocurrió. Tenía pánico de que pidiera una prueba de ADN y lo chantajeara con quitarle a la luz de su vida. Era capaz de hacerlo con tal de obtener lo que fuera que quisiera.

Su mejor amigo, Román Palacios, era un egresado de la facultad de derecho. Él le aseguró que jamás perdería la patria potestad por los antecedentes de la madre, pero tampoco quería ver sufrir a la hija.

En el pasado, muchas veces lo había chantajeado. Aún recordaba cómo la había conocido, esa relación había sido una montaña rusa con curvas violentas.

Fue en una fiesta, él estaba más borracho que de costumbre y ella se acercó, flirtearon, compartieron droga y se acostaron. Los encuentros se repitieron hasta que Hugo sintió que era mejor algo que nada, se sentía mejor pasar las resacas con alguien que en plena soledad.

Se enamoró de ella, no se dio cuenta, solo ocurrió; pero Eugenia se aprovechó de eso. Le fue infiel en más de una ocasión, solamente lo usaba para conseguir hierba, todo se lo perdonaba; pero no pudo perdonarle que quisiera acabar con la vida de Marcela.

Si no había querido ser madre siete años atrás, iba a tener que soportar porque él no iba a ceder ni un poco para que fuera madre ahora.

Se asomó en su cuarto lleno de letreros de color rosa, la observó dormir y la cubrió con su manta favorita, después de depositar un besillo en su frente.

—Te voy a cuidar, cariño, no importa contra quién tenga que luchar.

Esa noche durmió en un estado perturbado, rememorando un pasado que deseaba enterrar en las más recónditas profundidades del suelo.

Se sentía observado, pero tenía miedo de levantar la mirada y perderse en Flor como tantas veces había pasado.

Comenzaba a sentirse incómodo por la atención que ella le estaba prestando últimamente, la consciencia carcomía su cabeza.

Él no tenía en qué caerse muerto, Hugo no tenía una gran fortuna como ese senador con el que salía, tampoco tenía presupuesto para llevarla a un elegante restaurante en el centro de la ciudad de México. Él era más de comprar tacos o tamales con atole en una esquina. No tenía muchas cosas que ofrecerle, así que, probablemente, se reiría en su cara si se enterara que el jardinero era él.

Podía soportar mirarla amando a otro, pero no podría soportar tener pruebas de que ella nunca se enamoraría de alguien como él.

Casi pegó un grito del susto cuando la vio levantarse, provocando un estrépito al arrastrar la silla. Fingió que no estaba más pendiente de sus movimientos que del boceto frente a él.

Los dos estaban trabajando en una nueva línea de vinos, así que estaban haciendo propuestas para la promoción gráfica.

Se atrevió a enfocarla cuando ella se detuvo en su escritorio.

Para mi Flor © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora