6. Zeta

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Cuando mi mamá podía liberarse temprano de su trabajo en el instituto en el que enseñaba inglés, llegaba antes de que terminaran mis clases para buscarme a la salida de la escuela. Generalmente se ubicaba en la plaza de enfrente, bajo la sombra de algún árbol, y aguardaba allí hasta verme aparecer. Nunca olvidaré aquella rutina: al divisarme entre mis compañeros arqueaba sus labios siempre pintados y sus dientes aparecían mostrando la sonrisa más bella que jamás he visto. Luego cruzaba la calle entre los autos que se detenían por el semáforo, produciendo con sus tacones un repiquetear muy particular sobre las baldosas de la vereda al apurar los últimos pasos hacia mí; cada vez que he vuelto a escuchar un sonido parecido, me ha devuelto indefectiblemente a aquellos momentos. Al alcanzarme me apretaba en un abrazo que parecía cargado de nostalgia, como si hubieran pasado años desde la última vez que nos habíamos visto. Luego venía la infaltable pregunta para saber cómo me había ido esa mañana; mientras yo le contaba, me acariciaba el pelo separando algunos mechones, para después pasar uno de sus brazos sobre mis hombros y comenzar a caminar sin ninguna prisa hacia la parada colectivos. Mamá siempre tenía la palabra justa para reconfortarme en caso de que algo hubiera salido mal o para felicitarme en caso contrario.

Uno de esos mediodías, durante la tercera semana de clases, me llevé una enorme sorpresa al descubrir a David un par de metros delante de nosotros haciendo fila entre la gente de la parada. No lo había visto allí hasta ese día, lo que me hizo preguntarme si se dirigía hacia algún lugar especial o si usaría siempre la misma línea de colectivos que nosotros para regresar a su casa. A pesar de que en el colegio estábamos todo el tiempo juntos, no me animé a acercarme, me había invadido una extraña vergüenza.

Lo observé desde donde estaba hasta que llegó el colectivo, me llamaba la atención que jamás nadie lo fuera a buscar a la escuela.

Mientras mi madre pagaba nuestros boletos al chofer, traté de ubicarlo dentro del ómnibus: se había parado cerca de la puerta trasera. Sus ojos estaban fijos en algún sitio del otro lado de la ventanilla. No era la primera vez que lo veía ausentarse de esa manera; cuando lo hacía, todo en él cambiaba. Mamá y yo nos fuimos adentrando en el vehículo mientras los demás pasajeros subían, y a pesar de nos quedamos cerca, él nunca se percató de nuestra presencia.

Por un instante tuve miedo de que estuviera evitándome.

En aquel instante y debido a ese temor, me di cuenta de que no me gustaba esa distancia y de que deseaba profundizar nuestra amistad.

Al día siguiente no me animé a contarle que lo había visto. Decidí que inventaría una excusa a la hora de la salida para retenerlo hasta que mamá llegara, entonces le preguntaría algo así como: "¿Qué colectivo tomás vos?" "¡¿De verdad?! ¡Nosotros también!"

Cuando sonó el último timbre, mis planes se desbarataron cuando la maestra lo llamó para hablar a solas una vez que todos nos hubiéramos retirado. Me hice el distraído y seguí mi camino. Mi madre ya estaba afuera cuando salí.

Estando en la parada lo vi acercarse y decidí hacerle saber que allí estábamos.

—¡Hola, Basinas! —solté nervioso cuando pasaba a mi lado.

—Hola —se detuvo en seco.

Su sorpresa honesta me tranquilizó, quería decir que de verdad no me había visto el día anterior.

Sonrió con timidez al levantar la mirada hacia mi madre y luego la llevó al piso.

Mamá nos estudió por un segundo, en cuanto me acariciaba el cabello, cosa que hacía cada vez que quería animarme.

—¿Van al mismo grado? —preguntó.

—Sí —contestamos al unísono.

David estiró su mano derecha para saludar a mamá, pero ella obvió el brazo extendido y le dio un beso en la mejilla.

Durante aquel viaje me enteré de que mi nuevo amigo vivía en una localidad vecina y que tenía veinte minutos para llegar hasta su casa.

Al mediodía siguiente fue él quien nos buscó entre la gente de la parada y al otro, nos esperó a la salida de la escuela para caminar con nosotros. Cada día se fue mostrando un poco más como el David que era cuando estábamos solos; a su tiempo, como si sintiera la necesidad de tener que tantear el terreno sobre el que iba pisando. Al cabo de algunas de semanas, la presencia de mi madre dejó cohibirlo y a partir de ese momento, aquellos cinco minutos que compartíamos durante el regreso, se convirtieron en la llave que nos abrió la puerta a la complicidad. De algún modo, comencé a sentir que nuestra amistad se había tornado más real, se fue convirtiendo más en el amigo que siempre había deseado tener.


—Me gusta David —me dijo mamá una tarde, mientras estábamos solos y le ayudaba a secar la vajilla del almuerzo—. No me parece tan cancherito como tus amigos de antes.

—Ma, mis amigos de antes siguen siendo mis amigos —me quejé.

Aunque, al mismo tiempo, cierta levedad me llenó el pecho y dibujó una sonrisa involuntaria en mi rostro. Lo primero que vino a mi mente fue que si a mi madre le caía bien David, me permitiría invitarlo a casa.

Por otra parte, ella tenía razón. La relación entre nosotros era muy diferente a la que tenía con mis amigos de siempre. Con ellos competía para ver quién conquistaba más miradas de las chicas, quién jugaba mejor al fútbol, quién destacaba en los videojuegos o a quién le estaban saliendo más pelos en el cuerpo. En cambio, con David la afinidad pasaba por un lugar distinto, más discreto. Él era diferente, lo que yo sentía al estar juntos lo era. Creo que en cierto grado lo admiraba por lo que intuía que callaba, por el sitio insospechado al que se le escapaban los pensamientos de vez en cuando, por la fragilidad que trataba de esconder tras el brillo único de sus ojos raros.

Pero no todo era perfecto, me embargaba de vez en cuando la sensación de que existía una barrera invisible entre ambos. Hacía cuatro meses que nos conocíamos y poco sabía sobre él; jamás mencionaba a sus padres y nunca hablaba de su casa. Lo único que yo intuía era que su familia no debía tener muchos recursos, porque su guardapolvos se veía un tanto desgastado y porque usaba siempre las mismas zapatillas que tampoco estaban en muy buen estado.

Algo me urgía a intentar ayudarlo.

Un día, pergeñando un plan para regalarle calzado nuevo, le pregunté cuál era la fecha de su cumpleaños.

—Catorce de agosto —respondió.

No faltaba tanto.

—¿Vas a hacer alguna reunión? ¿Una fiesta? —me entusiasmé.

Sin mirarme, negó con la cabeza.

Había aprendido a conocerlo, a leer sus estados de ánimo apenas por su postura corporal: mi pregunta lo había incomodado.

Más adelante, después de mucho pensarlo, junté coraje para preguntale a otro compañero si había ido alguna vez a la casa de Basinas.

—No, nunca invita a nadie —respondió Leo—. Me parece que vive en un lugar medio fulero.

Me volví hacia David, que permanecía sentado a varios metros, hundido como siempre entre las páginas de un libro. Reparé en sus manos huesudas que sostenían las tapas maltrechas de un manual de estudios de segunda mano.

—¿Y los padres? —indagué, necesitaba saberlo todo.

—Creo que la madre lo abandonó cuando estábamos en tercer grado y el padre, no sé. Dicen que está medio loco, que no es un buen tipo.

Sentí cómo se me cerraba la garganta.

De pronto, muchas cosas en David comenzaba a tener sentido. 

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora