Mañana

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—Cuídense —me despedí de aquel matrimonio con un fuerte apretón de manos.

Antes de marcharse, me devolvieron un tierno gesto. Pude sentir su gratitud, aunque evitaba regocijarme; tan solo hacía mi trabajo.

Cuando la puerta se cerró, lancé un fuerte suspiro y miré el reloj. La jornada estaba cerca de su fin. Sobre la mesa del despacho, una fotografía de mi esposa y mis dos hijos me recordaban cuán afortunado era. De jóvenes, nunca tuvimos claro si seríamos padres, pero un buen día llegaron al mundo. Al principio, fue muy duro hasta que fuimos capaces de recuperar las riendas de nuestras vidas.

Sonó el teléfono del despacho y lo atendí a toda velocidad, como si terminar el día dependiera de la rapidez con la que hacía mi trabajo.

—Doctor Gabriel, acaban de llegar los López García —dijo la voz de Amalia, la chica de admisión.

—¿No hay nadie más? —pregunté, extrañado, mientras revisaba mi agenda en el ordenador.

Tras un breve silencio, Amalia respondió:

—No, parece que no.

—Está bien, hágales pasar.

Tras colgar, carraspeé nervioso y me acomodé en mi asiento. Abrí la ficha de este matrimonio y, aunque no necesitaba repasar su historial, comprobé que era la tercera vez que visitaba mi consulta.

—¿Se puede? —La discreta voz del señor López se colaba, a la vez que su rostro, por el hueco de la puerta.

—Claro, adelante. —Me puse en pie y les invité a tomar asiento con una reverencia cordial.

Tanto él como su esposa, la señora García, se adentraron en mi estrecha consulta, decorada con múltiples adornos infantiles que inspiraban y llenaban de ilusión a aquellas parejas que tomaban la firme decisión de dejar el futuro de su descendencia en nuestras manos. Detrás de mí, un vinilo con forma de cohete en dirección a algo que parecía una luna recordaba a un óvulo a punto de ser fecundado, una sutil y a la vez vulgar metáfora que daba nombre a nuestra compañía: Tomorrow.

No hizo falta que volviéramos a presentarnos tras saludarnos de una forma educada antes de sentarnos. Un breve diálogo sirvió para romper el hielo, hasta que los tres detectamos que la conversación de cortesía se volvía irrelevante, de modo que zanjé la situación para hablar del motivo de su nueva visita.

—López García, veamos... —Busqué en la carpeta del ordenador mientras me observaban.

—Esta vez lo conseguiremos, ya lo verás —dijo el señor, apretando la mano de su esposa.

Una de las muchas normas de la compañía, cada cual más absurda, era la de no poder conocer los nombres de pila de los futuros padres. Ellos venían aquí para que les ayudáramos a tener la descendencia de sus sueños, de modo que los apellidos de su vástago y algún que otro número eran datos más que suficientes para nombrar y etiquetar cada uno de nuestros proyectos. Una vez leí la identificación de su última muestra, me levanté y me dirigí hacia la pequeña compuerta que había detrás de mí para marcar el código de desbloqueo. Como por arte de magia, la maquinaria tras la pared empezó a hacer su trabajo para, segundos después, abrir la compuerta y ofrecerme el tubo de ensayo del proyecto número 03 de este matrimonio. Lo agarré con sumo cuidado, estaba bastante frío al tacto, lo suficiente como para mantener el cigoto con vida, latente, a la espera de sentencia.

—¿Qué nos espera esta vez? —preguntó ella.

—Ahora mismo lo veremos, mantén la calma —respondió él, sereno.

En el centro de la mesa, media esfera con un orificio esperaba a que el tubo con la muestra aterrizara en él. Encajó a la perfección. En los semblantes de aquel matrimonio se esbozaba la misma ilusión de siempre, como si no perdieran la esperanza con cada proyecto fallido. Pulsé el interruptor y se encendió una pantalla en el lateral de la mesa.

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