Capítulo 3. La trampa

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Sura soltó el saco, sacó su fina espada de manera automática y la apuntó hacia el hombre que le esperaba en la habitación.

- Thomas de Varilia – pronunció con rabia- ¿Qué ardid es este?

Thomas se dirigió a Percival.

- Gracias, hermano, ya puedes dejarnos solos - Percival asintió con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.

La habitación era realmente espaciosa. En la pared más alejada a la puerta tenía una cama. A la derecha, un escritorio de madera y una silla, en la que estaba sentado Thomas. Y a la izquierda, un pequeño armario y un armero, la espada ancha del guerrero descansaba en uno de los estantes. El hombre no llevaba puesta la armadura pesada, en cambio su atuendo era más casual; unos pantalones de tela negros y una camisa blanca.

- ¡Responde! – insistió Sura con el arma en alto.

- Quiero reclutarte – dijo sin rodeos.

- Ya te dije que yo voy por libre – Sura tranquilizó su acero y volvió a envainarlo.

- Yendo por libre no se derrota a los dioses, muchacha.

Thomas se puso en pie, era mucho más alto y ancho que Sura. Si quisiera podría partirla en dos con sus propias manos como si de una rama se tratase. La camisa apenas soportar la vasta musculatura del guerrero.

- Entonces, ¿los mercenarios que despaché en el puesto fronterizo eran tus nuevos reclutas?

- Exacto. No tuve ocasión de encontrar nada mejor con el poco tiempo del que disponía antes del Ocaso.

- Acabar con ellos fue un juego de niños. ¿Quieres montar un ejército con soldados tan patéticos? – preguntó Sura en un intento de provocar a Thomas.

- No es un ejército, es una pequeña escuadra. Un grupo de humanos con la capacidad de matar dioses. Creo que tú eres la indicada para formar parte de ese grupo.

- No sabes con quien estás hablando. Estás muy equivocado si piensas que formaré parte de tu plan suicida – Sura dio media vuelta, cogió su saco y se dispuso a salir de la habitación. Pero Thomas aún tenía una as bajo la manga.

- Llegaron sin más y amenazaron la existencia de cualquiera que se opusiera a su poder. ¿No has perdido a nadie por culpa de ellos? Amigos, familiares, conocidos... ¿Eran culpables? ¿Qué crímenes habían cometido?

Sura se detuvo en seco. Los recuerdos vinieron a su mente como un maremoto de emociones irrefrenables. El rostro de su padre, el olor a jazmín de su madre, el sonido de las risas y el tacto de la hierba fresca bajo sus pies. Ya no quedaba nada de lo que antaño le había hecho feliz. La soledad de los años y las heridas de su cuerpo habían esculpido a su alrededor un caparazón prácticamente irrompible. Solo habitaba el odio en su corazón.

- Mi dolor es solo mío, Thomas de Varilia, y de nadie más.

- Vas a pasar aquí el Ocaso, piénsalo y dame una respuesta. Serías un miembro muy valioso.

- No sabes nada de mí – estalló Sura -. Solo que te planté cara en un duelo.

- Sé que te presentaste en un campamento de desconocidos, los cuales pensabas que eran saqueadores, para vengar a los guardias caídos. Eso demuestra mucho valor.

- Mi intención no era vengarlos. Quería cualquier objeto de valor que me fuese de utilidad.

- Instinto de supervivencia. Nadie te culpa por ello.

- ¿Y tú qué hacías allí? ¿Por qué mataste a los guardias del puesto? – acusó la muchacha mostrando los dientes.

- Quizás seas valiente, pero no observadora – Sura enarcó una ceja -. El puesto llevaba meses abandonado, esos hombres eran unos pobres diablos que se encontraron en nuestro camino. La prueba que les puse a los reclutas era la de reconquistar el puesto y asegurarlo. Evidentemente, fracasaron. Sin embargo, me topé con algo mejor. Tú. Este mundo te necesita, Sura de Eliza.

El Pacto de SuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora