Capítulo V: Sumergido en la oscuridad

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A kilómetros lejos

Tic tac, tic tac. Desde hacía más de dos horas sentía un repiqueteo constante aturdiéndome, tal vez era del exterior o tal vez solo estaba en mi cabeza.

En Calihan las calles desoladas olían a piel podrida. Cada acera y concreto estaba regado de basura, aparatos destrozados y algunos cadáveres en descomposición.

A esas horas del día, las luces del ocaso teñían de una tonalidad rojiza los edificios angulosos y abandonados, invadidos por una soledad macabra o quizá la presencia de alguna bestia descontrolada.

Cada pisada contra el pavimento se escuchaba en mi cabeza como un golpe sordo sobre un cascarón vacío. Tic tac, tic tac. Algunas calles desprendían un olor demasiado repugnante como para pasar por ellas, pero no había tiempo para detenerse: cada vuelta a una esquina significaba un peligro diferente aguardando.

Avanzaba con la rapidez que la cautela me permitía. Tenía los ojos bien abiertos y las manos sujetando con firmeza una ballesta de plasma silenciosa. Tic tac, tic tac. Había dejado el muro a varios kilómetros lejos y ya no había opción para volver.

En la siguiente calle debía voltear hacia la derecha y, aunque el inicio del camino me lo sabía de memoria, nunca podía borrar el presentimiento de que algo inminente saltaría de la nada en cualquier segundo.

Hasta ese momento solo me había cruzado con algunas ratas corriendo para ocultarse, lo cual era común en la Zona Hoguera, por donde había ingresado. Aun así, nunca me descuidaba, en Calihan era más seguro que un peligro inminente se presentara en un momento de distracción. La balanza entre la vida y la muerte siempre se inclinaba más hacia la segunda opción.

Debía apresurarme (tic tac, tic tac), oscurecía con rapidez y era primordial llegar al Arca antes de que cayera la noche o la amenaza que me acechaba podría ser aún más letal.

Avancé por una calle estrecha y unos ruidos adelante detuvieron mi caminar. Apreté la mandíbula, era momento de esconderse. No debía hacer ruido, esos malditos monstruos escucharían el caer de una piedra a más de diez metros. Detecté a pocos pasos de mi posición una puerta en un pequeño callejón (una bodega, supuse), a su costado se encontraba un panel con la pantalla rota que en tiempos antiguos habría servido para digitar la clave que la abriría.

Tic tac. No me servía correr, estaban demasiado cerca. Me dirigí al lugar y de dentro de mi chaqueta saqué una daga que pasé por el borde del panel de metal, la superficie cedió y dejó entrever una abertura. Sin demora, saqué de mi bolsillo una batería rectangular que inserté en el pequeño hueco y la pantalla parpadeó.

Tic tac, tic tac. Alcé el reloj que llevaba en la muñeca, que ya se había vinculado al sistema, y presioné el botón que se mostraba: Decodificar.

Cinco segundos y esa puerta estaría abierta. Tic tac, tic tac, tic tac. Obligué a mi sentido del oído a agudizarse, debía saber si aquellas criaturas estaban cerca. ¿Me habían escuchado? ¿Ya venían a por mí? La respuesta llegó precipitada y resonó en mis oídos. Mis músculos se tensaron al escucharlo: jadeos, pasos arrastrados y gruñidos acercándose por la calle que acababa de pasar.

«Carajo», eran varios, más de los que podría enfrentar solo.

El metal pesado se abrió con un clack y me apresuré a ingresar sin hacer ruido. Como esperaba, dentro de la estancia la oscuridad gobernaba; apenas y podía ver mis propias manos. Le di la espalda al lúgubre espacio y observé por la puerta entreabierta hacia la calle, debía esperar a que se marcharan y seguir avanzando, no podía quedarme ahí cuando ya fuera de noche.

Espiral de la muerte | #ONC 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora