Ese verano, julio de 2011

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«Dicen que hay un segundo gran amor, una persona que perderás siempre. Alguien con quien naciste conectado, tan conectado que las fuerzas de la química escapan a la razón y te impedirán, siempre, alcanzar un final feliz. Hasta que cierto día dejarás de intentarlo. Te rendirás y buscarás a esa otra persona que acabarás encontrando. Pero te aseguro que no pasarás una sola noche sin necesitar otro beso suyo, o tan siquiera discutir una vez más.»
Paulo Coelho, El Zahir

Ese verano, julio de 2011
Ava

Cuando llegué al punto de encuentro, no había nadie, pero eso no era ninguna novedad. Estos dos no sabían lo que era la puntuali­dad, así que me senté sobre el murete blanco y me puse a trastear las diferentes canciones del MP3 esperando que aparecieran.
La primera fue Miriam, llegó como un torbellino y con una gran sonrisa en el rostro, que se acentuó cuando vio el look que había escogido para esa noche.
—Veo claras referencias a Baby.* Me encanta —dijo, aupán­dose a mi lado y asintiendo como clara aceptación de mis shorts vaqueros cortos y del bañador, pero, al contrario de la prota­gonista de nuestra última obsesión, que lo llevaba con una cin­ta de color coral, el mío era negro.
Creo que me quedaba mucho mejor en contraste con mi pelo pelirrojo.
Habíamos descubierto esa película especial gracias a una de las incontables sesiones de cine de mi madre, pues una vez al mes proponía una noche de chicas en la que ella, Grace y yo veíamos una película antigua acompañadas de variada comida basura que, como bien decía mamá, era «necesaria para estar avispadas y comentar las cintas».
(* Protagonista femenina de Dirty Dancing. (N. de la A.)

A mi madre le apasionaba el cine, en especial el antiguo: La gata sobre el tejado de zinc, Mogambo, Qué bello es vivir, Lo que el viento se llevó, La ventana indiscreta... y un innumera­ble sinfín de títulos que veíamos incluso si teníamos la sospe­cha de que, para algunas de ellas, todavía éramos demasiado pequeñas; pero con sus más y sus menos, a Grace y a mí nos fascinaban esas noches.
Sin embargo, de vez en cuando llegaba alguna película más reciente, como el mes anterior, que nos puso Dirty Dancing y me hizo volar la cabeza.
¡Esa apasionante historia de amor! ¡Esa química efervescen­te entre dos personas tan distintas! Tanto me gustó que obligué a Miriam y Caleb a verla, y con ello conseguí que mi amiga —porque a Caleb le gustó sin más— quedara igualmente cau­tivada por esa trama que tantas veces se ha repetido: la de «chi­ca buena, chico malo», pero que, a pesar de ser un cliché tan ma­nido, sigue haciendo suspirar a las masas.
—Tu look no está nada mal tampoco. ¿Y esto? —le pre­gunté, mientras señalaba el pañuelo que lucía ocultando parte de su larga melena negra.
Era de un tono azul con estampado de paisley. Lo llevaba como los piratas, pues hacía unas semanas habíamos visto, en una de las revistas de moda que por aquel entonces devorába­mos, que iba a ser la última tendencia ese verano.
—Hay que probar cosas nuevas —me contestó, y me ofre­ció un paquete de chicles que yo rechacé. Le gustaban dema­ siado dulzones para mi gusto—. Aunque quizá debería habér­melo replanteado; no será justo que solo tú encuentres esta noche a tu propio Johnny.* —Jugueteó con las cejas, diver­tida.
* Protagonista masculino de Dirty Dancing. (N. de la A.)

—Es difícil que lo consiga, con el toque de queda. —Hice un mohín.
Miriam puso los ojos en blanco al recordarlo.
—¿Esta vez te ha dejado un poco más? —preguntó con ilu­sionada esperanza.
—Hasta las dos, y es todo un logro.
—Completamente, aunque tendré que hablar con tu madre seriamente —comentó Miriam, con el ceño fruncido—. No sé cómo vamos a disfrutar del verano más importante de nuestras vidas, si continúa poniéndonos trabas. Tiene que ser consciente de que será el último antes de acabar el instituto; antes de abando­nar este lugar. —Hizo una pausa dramática tras sus intensas de­ claraciones, las cuales iba repitiendo desde las últimas semanas del curso; entonces frunció el ceño aún más—. De todos modos, ¿este chico dónde está? —Miró alrededor como si Caleb, que era el que faltaba, fuera a aparecer agazapado detrás del murete—. Encima que tenemos el tiempo limitado, él va y llega tarde.
—No me hagas hablar. —Arqueé las cejas mirándola con­cienzudamente.
Se le escapó una risita.
—Yo tengo excusa: un matrimonio inglés me pidió indica­ ciones para llegar...
—Para, para.
Ambas levantamos la mirada al descubrir a un muchacho larguirucho acercándosenos con el pelo alborotado por sus rizos castaños.
Era Caleb.
Mi mejor amigo, junto a Miriam.
—¿Cómo que «Para»? —preguntó Miriam al chico con ges­to de desconcierto.
—Que esa era la excusa que iba a poner yo por llegar tarde.
Si usamos los dos la misma, Ava no nos creerá.

Sí, ese era y es mi nombre, raro para alguien que vive en un pueblecito de Almería, pero ¿recordáis que mi madre era una apasionada del cine antiguo? A ver si adivináis quiénes eran sus actrices favoritas... efectivamente, Ava Gardner y Grace Kelly.
Caleb nos dedicó una de sus juguetonas sonrisas y Miriam intentó darle un puntapié, pero él lo esquivó por los pelos.
—¡Que lo mío era verdad! —se quejó Miriam cuando ine­vitablemente me uní a las risas de Caleb.
Él nos saludó a ambas con sonoros besos antes de que des­cendiéramos por la calle de la Fuente para coger el autobús que nos llevaría a la zona de la playa.
Y ahí nos encontrábamos los tres, con nuestros diecisiete años, dispuestos a comernos el mundo. Amigos desde que te­níamos memoria, Caleb y Miriam fueron los primeros que me acogieron cuando mamá, Grace y yo llegamos al pueblo tras la muerte de mi padre.
Siempre recordaré las primeras miradas y cuchicheos alre­dedor de nuestra familia. Una mujer joven, de escasos veinti­cuatro años, con dos niñas pequeñas: una de seis y otra de tres. Sin marido, forastera. Esto último lo tenían claro al ver el co­lor pelirrojo de mi pelo y del de mi hermana, y al oír nuestro apellido: Brennan.
Como estábamos en un pueblo pequeño, con el paso del tiempo, la historia se fue conociendo: mi madre era una alme­riense que se enamoró perdidamente de un joven irlandés. Tan­to, que no dudaron en casarse en cuanto tuvieron la mayoría de edad y vivieron en ese pintoresco país, hasta que llegó la tra­gedia.
Mi padre murió por un accidente laboral en su camión de transporte. Mi madre, al verse sola, volvió a su tierra, pero en vez de mudarse al lugar donde se había criado y del cual había huido, decidió instalarse en Mojácar, un pueblo en el que nun­ca antes había vivido pero que siempre la había cautivado.
Caleb y Miriam fueron mis primeros amigos, los primeros que se acercaron, y desde entonces fuimos inseparables.
Aquel era nuestro último verano juntos, pues tras el siguien­ te ya iríamos a la universidad; todos sabíamos que estudiaría­ mos fuera de Almería y que, por tanto, ese próximo verano lo utilizaríamos para asentarnos allá donde fueran nuestros des­tinos.
Pero eso ya lo pensaríamos más adelante. Ahora teníamos todo un verano por delante para disfrutar, «para hacerlo único y nuestro», como decía Caleb. «Para experimentar nuevas emo­ciones», como añadía Miriam.
Nunca nos habríamos imaginado la de sucesos que conlle­varían las decisiones que tomamos esos meses de verano.

Cuando fuimos fugacesDove le storie prendono vita. Scoprilo ora